Ryan.
Decir que estaba sorprendido era quedarse corto. ¡Estaba sorprendidísimo! Debía ser sincero consigo mismo, y si lo era, debía admitir que ese beso era lo último que había esperado para aquella noche.
Aquella había sido una noche llena de sorpresas. La primera de todas había sido encontrarse en la puerta del bar donde trabajaba Camila, después de llevar todo el día diciéndose que no volvería; también estaba el hecho de que se había acordado de él. Como había dicho antes, eso no era común. Que se mostrara ligeramente simpática —Todo lo simpática que podía ser, sospechaba— y, por último, pero no menos importante, el beso.
Eso si había sido toda una sorpresa, sobre todo porque había sentido toda la noche como si ella estuviera perdiendo la paciencia, Ryan incluso había estado pensando en marcharse, al final ni siquiera podía explicarse a sí mismo qué estaba haciendo allí. Cuando había preguntado que, si podía llevarla a casa, había sido como si el señor respondiera a sus plegarias y buenas acciones de toda una vida.
Luego ella lo había besado y ¡Wow! Debía admitir que había pensado que no volvería a besar a nadie más que a su madre. Pero había besado a una joven y hermosa mujer y ahora quería seguir haciéndolo.
¡Era cierto! Quería besarla hasta que sus labios necesitaran terapia de rehabilitación. Ese pensamiento lo sorprendió tanto que incluso su mente se quedó en blanco algunos segundos. ¡Por Dios! ¿En que estaba pensando? Él no era así, era un hombre tranquilo y maduro que no tenía ese tipo de pensamientos. Pero era cierto, podía haberla besado toda la noche, podría haberla besado todo el mes, de ser necesario.
Pero no lo había hecho. El Ryan tranquilo y racional había aflorado después de despedirse de la manera más calmada que su estado de agitación le permitió. Se había marchado a casa porque al parecer le quedaba suficiente auto control para apartar a Mr. Hyde y no permitir que un beso lo descolocara más de lo que debería.
Y ahora no podía dormir.
Esperaba haberlo olvidado a la mañana —aunque en realidad lo dudaba— porque si iba a continuar así, se vería dentro de dos días con ojeras hasta las mejillas. Camila había entrado en su vida el día anterior y junto con su juicio se había llevado su capacidad para dormir como un bebé. Parecía haberse vuelto una costumbre pasar las noches pensando en ella.
Dio varias vueltas en la cama mientras intentaba pensar con claridad sin el recuerdo de los labios de Camila sobre los suyos y sus hermosos ojos del color del chocolate fundido mirándolo con perspicacia. Resopló por enésima vez.
Ahí un claro ejemplo de cómo perdía un hombre la concentración. Había olvidado en que estaba pensando y, para ser sincero, ya no le importaba. No estaba seguro de haber experimentado jamás tanta frustración sexual, ni en la adolescencia. Pero podía asegurar que terminaría loco de atar con toda aquella situación.
Nunca se había considerado un maníaco adicto al sexo, pero en ese momento más que ningún otro momento de su vida fue consciente del largo periodo de tiempo que llevaba sin actividad sexual. No le había sido de preocupación hasta aquel momento en el que su sábana gris sobre él formaba una especia de carpa. Se ahorraría los detalles.
Volvió a girar en la cama y miró el reloj en su mesa de noche. Eran la 1:35 A.M. y él debía despertar a las 6:30, pero por lo que veía, no dormiría esa noche.
Apretó los ojos con frustración. Si se quedaba un rato tranquilo con las luces apagadas, de seguro le daría sueño en algún momento. ¿Verdad?
No, eso no pasaría.
Se levantó de la cama para dirigirse a la cocina en el mismo momento en que sonó el teléfono. Recordó lo tarde que era y todos sus sentidos se pusieron alerta. Escuchar la voz al otro lado de la línea fue un maravilloso acto de magia que desapareció al instante todo lo que hasta el momento había ocupado un espacio en su cabeza.
momento había ocupado un espacio en su cabeza.