Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que comencé a disolverme lentamente en la rutina sin color de los días.
Era como si me hubiera encapsulado en una burbuja espesa, casi impermeable al mundo exterior.
No dormía bien, no comía bien, ni siquiera hablaba. Solo existía.
El espejo había dejado de importarme: la barba sin afeitar, la misma ropa del día anterior, el cabello despeinado… y ese olor agrio a descuido.
Era mi forma de gritarle al mundo que no me quedaba energía para intentar.
En la clase preparatoria para las pruebas del Estado, yo siempre estaba atrás. En el último rincón del salón, lo más lejos posible de todo.
Ni los profesores ni mis compañeros parecían notarlo. O quizá ya habían dejado de intentarlo.
Pero ella sí.
Esa chica, la que siempre he considerado mi mejor amiga, estaba ahí. No todos los días. A veces pasaban tres, cuatro días sin verla.
Pero cuando aparecía, era como un rayo de sol colándose por una rendija de una habitación cerrada.
Sonreía. Me hablaba como si yo aún estuviera completo.
No todos los días. No cada hora.
A veces, una vez cada tres días.
Pero ¿sabes? Eso era más de lo que cualquiera había hecho por mí en ese momento.
Y lo recuerdo tan claro como si estuviera ocurriendo ahora mismo.
Un día antes de que comenzaran las clases regulares. Yo estaba allí, de nuevo, en mi refugio del fondo del salón, con una laptop que apenas encendía, arreglando archivos como excusa para no pensar. Para no sentir.
Entonces escuché su voz:
—“Hola. ¿Qué haces?”
Giré apenas el rostro.
Estaba colocándose una silla al lado de la mía. No preguntó si podía sentarse.
Lo hizo.
Como si el silencio y el abandono no fueran suficientes para ahuyentarla.
—“Nada en especial. Solo unas cosas que tenía que hacer…”
Le respondí sin ganas, sin peso en las palabras.
Ni siquiera me interesaba lo que estaba haciendo.
Ella no se fue.
Me miró. Con esa manera tan suya, donde la curiosidad y la preocupación se entrelazan sin presión.
—“¿Y qué te pasó? Te veo… siempre lejos. Distante de los demás.”
Levanté la vista por unos segundos.
—“Un mal momento…” —dije con voz seca.
—“Uno largo. Sin final a la vista.”
Ella suspiró. Levantó un poco una ceja y desvió la mirada al frente, como si buscara el lenguaje para lo que venía. Luego volvió a verme.
—“¿Fue ella, cierto?”
No respondí. Pero el silencio lo dijo todo.
—“Debía alejarme… No quería quedarme en sus recuerdos como el chico que se enamoró y arruinó una amistad bonita.”
—“Mejor… me quedo como un lindo recuerdo.”
Lo dije mirando la pantalla, pero la frase flotó en el aire como una confesión hecha a la nada.
Ella no lo negó.
No cambió de tema.
Solo tomó aire… y habló con una dulzura que dolía.
—“Tú puedes salir de esto, Jhoan.”
—“Ponte pinta otra vez. Sal al sol. Aunque sea a la puerta de la casa.”
Yo fruncí el ceño, dudando de todo.
—“¿Y para qué? ¿Para seguir siendo invisible?”
Ella me tocó el brazo suavemente.
—“Tú no eres invisible. Solo estás apagado. Y yo… yo sé cómo se ve alguien que vale, incluso cuando no brilla.”
Se quedó callada un segundo. Luego sonrió con esa ternura que desarma.
—“Puede que no veas nada bueno en ti ahora… pero tú eres lo que muchas buscan. Aunque no lo sepan. Aunque no se atrevan. No eres de los que se fabrican en serie.”
—“¿Tú crees?” —pregunté, casi sin voz.
—“Yo sé.”
—“Eres lindo, tienes una personalidad honesta… eres un buen partido, aunque ahora no lo parezca. Solo estás en pausa. No eres tu tristeza. No eres esta versión de ti. Yo te conozco más allá de este momento.”
Y ese día… no pasó nada mágico. No me curé de golpe. No me levanté como nuevo.
Pero por primera vez en mucho tiempo, quise volver a ser yo.
No por mí.
Por ella.
Por su fe. Por sus palabras. Por su compañía.
Fue ella quien, sin decirlo, me dio permiso de salir del capullo sin sentirme un fracaso.
Y poco a poco, con su constancia imperfecta pero sincera, me ayudó a recordar lo que era sentir calor. Reír. Afeitarme. Volver a mí.
A veces, la vida no se reconstruye con un milagro.
Sino con una silla puesta a tu lado.
Y un “hola” que no pide nada a cambio.