Siempre era igual.
Los grupos se formaban rápido, casi como un reflejo automático. Manos alzadas, risas compartidas, miradas que se cruzaban con naturalidad… pero nunca conmigo. Yo era el eco que sobraba cuando el salón se llenaba de voces. Terminaba haciendo grupo con la profesora, no porque quisiera, sino porque no quedaba nadie más. Los demás simplemente no me veían como uno de ellos. "El bichorraro", escuché que me llamaron una vez. No sabían cuánto dolía.
Durante los recreos, cuando el patio se llenaba de gritos y juegos, yo me escondía. A veces debajo de las escaleras, otras en un rincón donde la sombra tapaba todo, incluso el frío. Allí, el tiempo pasaba más lento, como si el mundo olvidara que yo también estaba creciendo.
A veces me preguntaba qué hacía mal. Intentaba sonreír, o hablar, pero no salía bien. Sentía que mis palabras eran piedras que nadie quería cargar. Los adultos no lo entendían. En algunos papeles viejos de la psiquiatría decía: “Discapacidad del desarrollo intelectual leve”. Lo leí una vez de casualidad, y por alguna razón… me quedé mirándolo por mucho tiempo, como si esas palabras fueran a darme una explicación.
Nunca supe si fue eso o simplemente que yo era diferente. Me costaba acercarme. Me costaba hablar.
Pero veía.
Veía más de lo que decían.
Notaba la tristeza en los ojos de otros que también fingían estar bien.
Notaba cómo los profesores forzaban la sonrisa cuando se les agotaba la paciencia.
Notaba cómo algunas manos temblaban al escribir.
Y me notaba a mí, intentando existir en un mundo que no me entendía.
Esperaba que, algún día, alguien se sentara junto a mí… sin tener que pedírselo.
Pero eso no ocurrió.
Entonces comenzaron a apartarme aún más. Una clase distinta solo para mí. Ejercicios diferentes. Una rutina separada del resto. No salía de casa. Ya no era parte del salón, solo una sombra paralela.
Yo intentaba acercarme, lo juro. Intentaba reír en los momentos correctos, intentar un chiste, un comentario, algo…
Pero era como si el mundo escupiera mi intento.
Como si cada paso que daba hacia los demás, ellos lo retrocedieran tres veces más.
No se daban cuenta de que, por dentro, gritaba por un poco de calor humano, por una conversación tonta, por alguien que me dijera “ven, siéntate aquí”.
Y así pasaron los días.
Y los años.
Cada vez más encerrado.
Más callado.
Más invisible.
Pero aún con el alma en silencio, yo seguía observando.
Y dentro de ese rincón, bajo las escaleras… mi corazón seguía latiendo.
Esperando, sin saber por qué, que algún día alguien escuchara ese latido.