Cartas al Viento

I

2009

 

Marzo había llegado y naturalmente, todas mis expectativas estaban puestas en el primer día de clases de la nueva escuela. La secundaria representa una transición sustancial en la vida de casi todo individuo joven; pero en mi caso, era un poco más importante que eso. Para ser honesta, aquella era la última ficha que estaba dispuesta a jugar… y las expectativas —como mencioné anteriormente— eran tan altas, que en mi fuero interno no admitía lugar a la derrota.

         Una ducha de agua caliente sirvió para despabilarme cuando sonó la alarma, reforzada, dicho sea de paso, por un fuerte grito en forma de llamado, que mi madre lanzó como una daga al viento. Procuré tomar todos los recaudos necesarios para que todo salga a la perfección, ya que en estos casos uno tiende a pensar que del éxito que se obtenga el primer día dependerá el resto del año. El uniforme limpio y a estrenar me esperaba sobre la cama cuando salí del baño. La mochila impecable, con las carpetas plastificadas y las hojas cuidadosamente enumeradas, me protegió la espalda como un caparazón cuando llegó la hora de enfrentarme al nuevo mundo que muchos llaman adolescencia.

         Un timbre rápido en la puerta me indicó que mis amigas me aguardaban afuera, listas para partir. Antonella me saludó con el semblante cohibido, y con un leve asentimiento me infundió ánimos. Victoria, poseída por su habitual malhumor matutino, gruñó que  íbamos retrasadas y enseguida nos sacó ventaja en el camino. Todavía divertida por su reacción, arrastré la bicicleta hasta la vereda, y mientras nos encaminábamos por las calles curiosamente pobladas, intentaba convencerme de que todo aquello por fin estaba sucediendo.

         Durante los tres fatídicos meses que comprendieron las vacaciones de verano, no había pasado ni un solo día sin visitar la nueva escuela. Iba a cualquier hora, incluso los domingos, siempre que necesitaba encontrar algo de calma. Sus puertas cerradas y su estacionamiento vacío lejos estaban de parecerme un escenario triste o desolado. Por el contrario, allí podía visualizarme feliz aunque todo a mi alrededor se cayera a pedazos. En aquel sitio le daba rienda suelta a la imaginación, y pasaba horas enteras pensando en cómo sería el futuro.

         Recordaba las palabras de mi madre, en aquellas conversaciones donde la sinceridad golpeaba con fuerza las paredes de su pecho. Sus recuerdos ilustraban el mundo fantástico al que yo siempre había querido pertenecer; y mientras ella relataba cada una de las vivencias que había atravesado, podía ver algo especial en su mirada que nunca antes había experimentado, ni siquiera en las otras tantas trivialidades que de vez en cuando compartíamos.

Cuando ella hablaba sobre la escuela técnica, a la que se refería cariñosamente como su escuela, con el mayor de los respetos que pudiese albergar una persona por una institución, los ojos se le ensombrecían de un modo misterioso que nadie más que yo era capaz de percibir. Podía sentir la alegría eclipsada por otro sentimiento que me era desconocido, pero que estaba empecinada en descubrir. Los amigos que se hacen en la escuela técnica son los que perduran en el tiempo, solía decirme, y yo me deslumbraba ante aquella idea fascinante que tan lejos parecía estar de la realidad que yo conocía.

         Ingresar a la escuela vistiendo el uniforme verde oscuro, por primera vez como alumna, y formar la fila mientras la multitud entonaba la Marcha del Estudiante, se convirtió rápidamente en uno de mis momentos favoritos; un recuerdo que sabía que atesoraría por el resto de mi existencia. Y mientras aguardábamos las indicaciones habituales que van dirigidas a los alumnos de primer año, descubrí, para mi fortuna, que socializaba con tanta naturalidad que lo hacía sin darme cuenta.

         Una hora más tarde, tres o cuatro profesores se encargaron de organizar los grupos que conformaban las tres divisiones; y una vez que ocupé mi lugar el salón, en uno de los asientos delanteros, me animé a dar un vistazo a los rostros que tenía a mí alrededor. Por desgracia mi aquelarre se había dividido. Casi entré en pánico cuando el apellido de Victoria figuró en una división distinta a la que compartíamos con Antonella; pero ella levantó los pulgares, con gesto tranquilizador, y nos dijo que ya era suficiente aguantarnos en el recreo.

         La ventaja de que todos seamos alumnos nuevos, llegados de escuelas y de sitios diferentes, cortó la tensión todavía existente. Mis nuevos compañeros de curso intercambiaban miradas curiosas y sonrisas tímidas, y alguno que otro se animó a presentarse, mientras aguardábamos la primera asignatura que no demoró en comenzar.




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