— ¿Qué hay en esa carpeta? —me preguntó Lucas en el primer módulo del viernes por la mañana. Estábamos haciendo grupo para un trabajo de literatura.
—Boberías —le contesté, cerrando bruscamente la carpeta y apartándola del foco de atención.
—No me parece que lo sean —me dijo—. ¿Escribís?
—Lo intento, pero últimamente se me está haciendo difícil —me sinceré—. Me parece que voy a tener que cambiar de pasatiempo.
—La dificultad no es una razón para dejar de hacer algo —me dijo—. Y más cuando se trata de una creación. Me gustaría leerte, prometo ser honesto.
—Cuando escriba algo digno prometo que vas a ser el primero en leerlo —le aseguré.
La noche siguiente permanecí en vela. Odiaba los fines de semana con todo mi ser. Mis compañeros de curso regresaban a sus hogares en los pueblos vecinos, y aunque sólo había pasado un mes, sin ellos me sentía incompleta. El tiempo se volvía lento y punzante, y en mi casa no había nada que me hiciera sentir bien. La concepción de hogar y de familia se había roto hacía poco, y desde entonces, no había vuelto a armarla. Tenía que buscar nuevas formas de adecuarme a esas nuevas definiciones, recientemente descubiertas, pero hasta el momento, me sentía desamparada, como si no perteneciera a ningún sitio.
A menudo sentía que nadie me tomaba enserio. Apenas veía a mi padre y con mi madre la relación era más bien distante por aquel tiempo. Había oído hablar muchas veces sobre el primer amor, principalmente en los cuentos de finales felices; pero el hecho de no poder compartir eso nuevo que sentía, me obligó a reprimir aquel sentimiento, tomándolo como algo nocivo.
La reciente separación había dejado una herida de muerte en mi familia que logró desestabilizar el orden; y aquello, claramente, había convertido mi vida un presunto caos. Pero en Lucas encontré todo el incentivo que necesitaba, esa chispa de amor por la vida que había perdido, y de ese modo me aferré a él, mi única esperanza de equilibrio y bienestar. Con la idea de regalarle un poema, a modo de agradecimiento, me pasé todo el fin de semana garabateando líneas, apuntando ideas para lo que sería mi proyecto de escritura más importante hasta el momento.
En la nueva casa que alquilábamos todavía había cajas sin desempacar que estaban apiladas en el rincón de la sala. Todo a la vista me parecía deprimente, y la tristeza se había convertido en una compañía habitual cuando no estaba en la escuela. Pero cuando pensaba en Lucas, en ese lugar que me había ganado en su confianza, ya no importaba que todo el resto resultara sombrío. Había encontrado el consuelo, y estaba segura de que todo lo demás iría encajando en su sitio como las piezas de un rompecabezas. Las expectativas puestas en la escuela se habían superado y la paz que anteriormente encontraba afuera, sentada en los escalones dejando el tiempo pasar, ahora me abrazaba en el salón, en el taller y en cada metro cuadrado del establecimiento.
Poco a poco me atreví a dar un paso hacia la luz. Me di cuenta que podía reír hasta el cansancio, y que aun así tenía fuerzas para seguir haciéndolo. Me di cuenta que el abrazo de mis compañeros me fortalecía, y que allí donde podía ser yo, todo dejaba de doler. Observé el reflejo de mi propio rostro, que se me hizo desconocido, tan radiante como sólo era posible en sueños… Antes de preguntarme por cuánto tiempo se iba a quedar esa versión que era la que más combinaba conmigo, me prometí que de ahora en adelante todo estaría bien.
Es cierto que a veces los abrazos escondían lágrimas. No podía evitarlo. El lado débil y el fuerte luchaban dentro de mí, y a veces, muchas más veces, el segundo se interponía al primero. Es cierto, también, que muchas veces perdía el control, y mi yo dominante, ese lado oscuro, afloraba mucho antes de que suene la campana anunciando la salida. Aprendí a camuflarlo, porque no quería arruinar los recuerdos, eso poco y tan preciado que de ninguna manera quería manchar. Pese a mis intentos de domesticar mi ánimo, había una parte de mi cuerpo que no mentía, y a decir verdad, creo que nunca podrá hacerlo.
Enseñarle a mentir a mis ojos hubiera sido como cambiarme el alma por otra desconocida, sólo porque la anterior se había vuelto una carga. En el fondo, muy en el fondo, admiraba cada cicatriz, puesto que hay cicatrices que llegan tan lejos en su profundidad, que terminas aferrándote a ellas, y a lo que te provocan cuando dejan de sangrar.
—Quiero darte algo —me dijo Lucas el lunes por la mañana, mientras buscaba entre las hojas de su carpeta.