Cartas al Viento

VI

Nunca olvidaré aquel invierno. Fue el peor de toda mi existencia. La alerta por una pandemia de gripe mundial llegó al país y a finales de junio el gobierno decretó emergencia sanitaria. Todas las instituciones cerraron sus puertas por tiempo indefinido, y perdí, de improviso, el contacto con aquello que conformaba mi pequeño mundo.

         Las noticias eran desalentadoras, y recuerdo la ciudad, como nunca antes la había visto, acechada y expectante; inusualmente tensa y silenciosa. A mi corta edad no tenía noción sobre aquello tan drástico que estaba aconteciendo, pero todos los días encendía la radio y esperaba no escuchar malas noticias que involucren a conocidos.

         Había perdido total conexión con el entorno que antes me rodeaba. La soledad era desesperante, y mucho más lo era pensar en el bienestar de mis amigos, de los que no había vuelto a tener novedades. Escribir fue una válvula de escape, pero el pensamiento traicionero me atacaba por la espalda cuando, por las noches, era incapaz de conciliar el sueño.

         La vida se había vuelto desabrida y la música dolía donde antes acompasaba. No podía escuchar mis canciones favoritas sin que me recuerden a Lucas, al gran amor que sentía; aquel que temía perder, o que me fuera arrebatado de la peor manera que pudiese imaginar. Sentía un nudo en el pecho que me asfixiaba; y mientras me deshacía en lágrimas en un cuarto vacío, convocaba los recuerdos más vivaces que pudiera albergar, que eran los mismos que me consolaban.

         Mi carpeta se había poblado de páginas que ahora eran el hogar de mis pensamientos. Desde aquel día de marzo, cuando mis ojos descubrieron al ser que rápidamente se convirtió en el centro de mi mundo, este dirigía a mis musas con una batuta, nutriéndolas de la mayor ola de inspiración de la que alguna vez fui testigo. Pero ahora, en aquel estado, a duras penas podía completar una oración. Todo intento de poema terminaba hecho un bollo, en la basura.

         Pasaba los días encerrada y sumida en una tristeza que poco a poco comenzó a mostrar síntomas de depresión. Rechazaba la comida y el día o la noche no diferían entre las cuatro paredes que me resguardaban. Permanecí largos periodos observando la oscuridad del techo, mientras que las lágrimas se deslizaban silenciosas por mi mejilla pálida y demacrada.

         Había perdido la fortaleza y la sonrisa se había convertido en un recuerdo lejano que ahora se me hacía ajeno. Recibir noticias era todo lo que ansiaba; aquello era lo único que me mantenía despierta hasta largas horas de la noche, cuando el cansancio se cobraba mi cuerpo, cada vez más débil.

 

Querido Lucas:

Han pasado tres dolorosas semanas. Mi mayor anhelo es saber que estás a salvo.

No estoy de ánimos para seguir escribiendo. Simplemente no puedo hacerlo… ¿Qué me está pasando?

Era el último consuelo que me quedaba y me temo que también lo estoy perdiendo.

 

         Molesta por mi propia incapacidad, tiré la carpeta sobre la cama y me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Los días continuaron pasando y a finales de julio hubo noticias un poco más alentadoras. Supe que las clases se reanudarían la semana siguiente, y aquello logró aminorar un poco la desesperación, devolviéndome un leve reflejo de bienestar.

         Aquella fría mañana del tres de agosto me desperté y me preparé con el mismo cuidado que tuve el primer día. El uniforme impecable, la mochila con las carpetas intactas desde la última vez, y una visible mejoría en mi humor. Mi aspecto lucía desmejorado, ya que en aquel último periodo había perdido algo de peso; pero lo más importante de todo es que había regresado a la rutina.

Ver a mis dos mejores amigas y abrazarlas después de tanto tiempo me revitalizó. Ellas se percataron al instante de mi cambio físico, pero me excusé como pude, manifestando la prisa por llegar a la escuela.

         Mientras dejábamos las bicicletas en el estacionamiento, eché una rápida ojeada al palier, esperando ver alguna silueta conocida. La escuela parecía lúgubre con aquellas luces tenues y con las cortinas apenas corridas, pero no perdí tiempo cavilando y me aventuré por aquellas escaleras de la entrada que me resultaban tan conocidas; primero en solitario, sin ser oficialmente alumna, y tiempo después en compañía de seres con los que ahora en el presente me unían lazos fraternales.




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