Cartas que el tiempo olvido

Prólogo

Valencia 1961

Las sombras del atardecer se deslizaban lentamente por las fachadas de piedra antigua, como si el tiempo se hubiera ralentizado a propósito para observar en silencio aquel instante. La ciudad vibraba con una energía que sólo los que han sobrevivido a la pérdida pueden sentir. Era una mezcla de nostalgia, belleza y melancolía. Los sonidos cotidianos —las campanas de la iglesia, los pasos de los transeúntes, los murmullos de conversaciones apagadas— parecían amortiguados por una niebla invisible, una que nacía en el corazón de Rosio Calderón.

Vestía un abrigo de paño gris claro que contrastaba con su piel de porcelana y su cabello recogido en un moño suelto, ligeramente despeinado por la brisa. Caminaba con pasos tranquilos, pero su mente no encontraba reposo. Hacía apenas unas horas que lo había visto. Sergio. Después de tantos años, después de haber jurado en silencio que nunca más permitiría que el pasado la alcanzara. Y, sin embargo, ahí estaba. Como un espectro hecho carne, como una canción que creías olvidada y de repente vuelve a sonar cuando menos lo esperas.

Habían pasado nueve años desde la última vez que se vieron. Nueve años desde aquel amanecer teñido de humo, gritos y disparos. Nueve años desde la carta que escribió con manos temblorosas y nunca llegó a enviar. Nueve años desde que su mundo se quebró.

Y ahora estaba de vuelta.

¿Acaso el destino se divertía arrastrándolos hacia los mismos lugares, hacia las mismas heridas? Ella había reconstruido su vida con esfuerzo: estudios en Francia, años de exilio emocional, y finalmente el regreso a España, a una tierra distinta a la que había dejado. Había enterrado memorias, amores, promesas. Pero su corazón, traidor y fiel, no olvidaba.

Recordaba sus besos robados entre los olivos, las conversaciones susurradas al abrigo de la noche, los planes imposibles que se hacían como dos niños escapando del mundo. Él, el rebelde de mirada firme, que le hablaba de justicia y libertad. Ella, la hija de una familia aristocrática con un apellido que pesaba como un juicio.

Recordaba también la traición.

La acusación.

La huida.

Nadie, ni siquiera ella, supo jamás con certeza qué ocurrió aquel día. Sólo quedó el silencio, la herida abierta y el vacío. La guerra se llevó muchas cosas, pero el amor que se deshace sin explicación es una herida que arde incluso después de la paz.

Rosio se detuvo frente a un escaparate. No miraba los objetos tras el vidrio, sino su propio reflejo. No reconocía del todo a la mujer que veía. Pero bajo la superficie había algo intacto, algo que aún vibraba. ¿Era deseo? ¿Miedo? ¿Esperanza?

Quizá era simplemente el eco del pasado.

Sergio Alcaraz observaba la plaza desde la esquina de una cafetería antigua, con los dedos alrededor de una taza de café que ya se había enfriado. No bebía. Sólo miraba. El mundo había cambiado, pero sus ojos seguían cargados con la misma intensidad de entonces, aunque ahora más opacos, más cautelosos. A sus veintinueve años, ya había vivido lo suficiente como para entender que algunas batallas no terminan cuando caen las bombas, sino cuando el alma deja de luchar.

La guerra lo había despojado de muchas cosas: de su hogar, de su familia, de su inocencia… y de ella. Rosio. La muchacha que se atrevió a amarlo cuando todos le advertían que no lo hiciera. La que le enseñó que había ternura incluso en medio del caos. Su refugio, su respiro. Y también su castigo.

Había creído que jamás volvería a verla. Que aquel capítulo estaba cerrado. Incluso intentó convencerse de que lo mejor era no saber. No saber si ella lo había traicionado, si creyó las mentiras que se dijeron sobre él, si lo olvidó por elección o por dolor. Pero ahora, tenerla de nuevo frente a sus ojos —en carne y hueso, tan real como el sol que caía sobre las cúpulas de la ciudad— lo desarmaba por completo.

Rosio. Su nombre sabía a tierra mojada, a hogar perdido. A aquello que nunca volvió a tener.

No fue casual encontrársela. Había regresado a Valencia en busca de respuestas, sí, pero también guiado por un presentimiento que no lograba explicar. Como si una parte de él supiera que debía volver, que el pasado aún tenía algo que exigirle.

Ella lo vio. No se acercó, pero sus ojos se cruzaron con los suyos durante unos segundos eternos. Fue como si el tiempo retrocediera, como si los gritos de la guerra fueran sustituidos por el murmullo de sus voces entrelazadas. En ese instante no eran dos extraños marcados por la historia, sino los mismos jóvenes que una vez soñaron con un futuro que nunca llegó.

Él se levantó. Caminó hacia la plaza, hacia ella. Cada paso era un salto al abismo. ¿Qué le diría? ¿Cómo comenzar cuando todo había quedado sin cerrar? No sabía si pedir perdón, si reclamar, si quedarse en silencio. Solo sabía que no podía dejarla ir otra vez sin pelear por las respuestas que le fueron negadas.

Y allí estaban. Frente a frente. Años después, en una ciudad que había sobrevivido como ellos, hecha de ruinas y reconstrucción. Ella habló primero, con una voz que temblaba apenas:

—No pensé volver a verte nunca.

Sergio respiró hondo.

—Yo tampoco. Pero aquí estamos.

El eco del pasado no solo resonaba en sus palabras, sino en sus miradas, en la piel, en los recuerdos compartidos. El tiempo no había perdonado, pero quizás aún les daba una última oportunidad.

La pregunta era si tendrían el valor de enfrentarlo… juntos.




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