Círculos que no se cierran
Valencia, abril de 1961.
El sol comenzaba a filtrarse tímido entre las persianas cuando Rosio abrió los ojos. La habitación, bañada en esa luz dorada de primavera, parecía inmóvil, suspendida entre el pasado y el presente. El reloj marcaba las 6:47, pero ella llevaba despierta desde mucho antes. Había dejado de contar las horas cuando, en medio de la madrugada, su mente le había traído de nuevo su rostro.
Sergio.
Ese nombre que había aprendido a callar, que se le había quedado atorado en la garganta como un lamento.
Rosio permaneció acostada unos minutos más, con la respiración contenida. En el silencio del piso, solo se escuchaba el lejano canto de los gorriones y algún motor lejano despertando la ciudad. Pero en su interior, el ruido era ensordecedor: imágenes, frases no dichas, cartas jamás enviadas… y sus ojos. Los ojos de Sergio, que la habían perseguido por años, que ahora volvían con fuerza renovada, invadiendo su paz artificial.
Se sentó en la cama, abrazando sus rodillas. En lo profundo de su pecho, una mezcla de vértigo, esperanza y miedo se agitaba como un animal encerrado.
¿Cómo era posible que, después de todo, aún le doliera así?
Había reconstruido su vida desde los escombros, piedra a piedra, en un país que intentaba también olvidar sus cicatrices. Había aprendido a sonreír sin alegría, a vivir sin preguntar demasiado, a mantener la mirada baja. Las hijas de los caídos no hacían ruido. Y las que sobrevivían, como ella, lo hacían en silencio.
Pero ahora, él estaba allí.
Había cruzado la línea de los sueños para volver a habitar su realidad.
Se levantó con movimientos lentos. Cruzó el pasillo hasta la cocina, donde la cafetera esperaba su ritual. Mientras el agua hervía, Rosio apoyó las manos sobre la encimera y cerró los ojos. Lo vio. En los campos de Castilla, cubierto de tierra, con la risa sucia de juventud y esperanza. Lo vio en la noche de su huida, cuando lo abrazó sabiendo que tal vez era la última vez. Lo vio en las palabras que nunca llegaron, en las cartas que el viento —o los censores— se tragaron.
Y también lo vio ayer.
De pie frente a ella, en una calle que ya no les pertenecía. Con la misma expresión de tormenta, pero con el peso de los años cargado en los hombros. Había cambiado. Todos lo hacían. Pero había algo en él que permanecía intacto. Una fuerza, un fuego que ni siquiera la guerra había logrado apagar.
—¿Qué haces aquí, Sergio? —susurró al aire, aunque sabía que no obtendría respuesta.
El café burbujeó como si respondiera por él.
En otro rincón de la ciudad, Sergio se encendía un cigarrillo frente a la ventana de la pensión. El humo ascendía en espirales perezosas, mezclándose con los rayos del amanecer. Observaba a la gente que comenzaba a moverse por las calles: una panadera abriendo su negocio, un niño pedaleando una bicicleta que parecía demasiado grande para él, un perro que olisqueaba una farola con la paciencia de los viejos sabios.
Había olvidado cómo olía Valencia en primavera.
Y también, cómo dolía.
El regreso no había sido planificado. Ningún regreso lo es, cuando se ha huido tanto tiempo. Pero una carta anónima lo había traído de vuelta. Solo unas pocas líneas, sin remitente, que decían: "Ella aún está aquí. No todo se ha dicho." Nada más. Pero bastó. Porque esa carta hablaba de ella. Y eso bastaba para derribar años de distancia.
Rosio.
No había nombre que le doliera más.
La había odiado, sí. Con todo el fervor de un joven herido, con toda la rabia de quien siente que fue traicionado. Durante años, la acusó en su mente de haberlo entregado, de haberlo abandonado, de haber elegido el silencio cuando más necesitaba su voz.
Y sin embargo…
Verla de nuevo había sido como recibir un disparo y un abrazo al mismo tiempo.
Seguía siendo hermosa. No de esa belleza de escaparate, sino de la que deja huella. Había algo en su manera de mirar, de respirar, de existir… algo que aún lo desarmaba.
Pero él ya no era el mismo. Había visto morir a amigos, había dormido bajo puentes, había pasado noches enteras temblando en cárceles de otros países, había amado sin amor y hablado sin decir nada.
Y ahora estaba allí.
De nuevo en su ciudad. De nuevo con ella.
Se encontraron esa tarde, por azar o destino, entre estantes polvorientos de la biblioteca municipal. Rosio no sabía si lo había buscado inconscientemente. Sergio, en cambio, lo sintió como una sacudida inevitable, como si sus caminos se cruzaran por pura gravedad emocional.
Ella lo vio primero.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Había algo extraño en verlo entre libros, como si fuera parte de otro tiempo, de otro mundo. Aún así, no retrocedió.
Él alzó la vista, como si la hubiera sentido llegar.
Y todo se detuvo.
Durante segundos que parecieron eternos, se miraron sin hablar. Sus miradas dijeron lo que sus bocas aún no se atrevían: “Te reconocí.” “Te odié.” “Te busqué.” “Te extrañé.”
Rosio fue la primera en romper el silencio.
—¿Me estás siguiendo?
No lo dijo con hostilidad, sino con una mezcla de desconfianza y temor.
Sergio negó con suavidad, su voz grave.
—No. Pero si lo hiciera… no te culparía por pensarlo.
Ella suspiró, bajó la mirada por un segundo. El aire estaba cargado de tensión, como una cuerda a punto de romperse.
—Esto es demasiado. No esperaba... no sé qué esperaba.
—Yo tampoco. Pero aquí estamos.
Silencio.
—No podemos hablar aquí —dijo él por fin, bajando la voz.
Ella lo observó, evaluándolo. Luego asintió.
—Mañana. A las cinco. Jardín del Turia.
Y se fue.