Cartas que el tiempo olvido

Capítulo 2

Las cicatrices del ayer
Valencia, 1961

El cielo gris de la ciudad parecía imitar el peso en el pecho de Sergio. La primavera se insinuaba en los árboles del Jardín del Turia, pero el aire era aún frío, como si el invierno se negara a marcharse del todo. Sentado en una banca de hierro, él tamborileaba con los dedos sobre su rodilla. Su reloj marcaba las once y cuarenta, pero no lo miraba. No podía.

Entonces, la vio.

Rosio caminaba hacia él con paso firme, aunque cada pisada parecía costarle el alma. Llevaba un vestido azul oscuro que resaltaba el blanco de su piel y el negro de su cabello, recogido en un moño discreto. A sus veintisiete años, aún conservaba aquella elegancia natural que lo había hechizado. Pero sus ojos... sus ojos eran otros. Habían visto demasiado.

—Hola, Sergio.

—Hola, Rosio.

La distancia entre ellos era menor que la de cualquier guerra, pero mayor que la de todo el tiempo que habían vivido separados. Él se puso de pie, dudando si extender la mano o abrazarla. Ella no esperó gesto alguno. Se sentó junto a él y desvió la vista hacia el estanque.

—¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó ella, rompiendo el silencio.

—Un amigo me dijo que habías llegado a Valencia hace unas semanas. No pude evitar buscarte.

—Pensé que nunca volvería a verte —dijo con voz baja—. Después de todo lo que pasó…

Él asintió, sin mirarla.

—Yo también lo creí.

Y entonces llegó el silencio. Uno denso, de los que pesan más que las palabras. El mismo que habían cargado por más de veinte años.

1938 – Zaragoza, en pleno conflicto

El cielo de Zaragoza se vestía de humo y cenizas. Las bombas no dejaban de caer, y los días eran cada vez más confusos. Rosio vivía con miedo, encerrada en la vieja casa de su familia, una mansión en ruinas que alguna vez fue símbolo de estatus. Los muros estaban agrietados, las ventanas cubiertas, y el jardín, antes ordenado, era una selva de abandono.

Pero esa noche, entre los escombros y el temblor de su corazón, lo vio.

Sergio trepó la reja del fondo con la misma agilidad de siempre. Cubierto de barro, barba desordenada y una mirada llena de urgencia. Llevaba el uniforme del bando republicano, deshilachado y manchado de sangre.

—¡Sergio! —exclamó ella, conteniendo un grito de alegría y de terror.

Se abrazaron como quien se aferra a un bote en medio del naufragio. Él temblaba. No de frío, sino de miedo, de rabia, de haber visto demasiado.

—Tenía que verte, Rosio. Mañana partimos al frente. Puede que no regrese.

Ella lo llevó al invernadero, aquel refugio de infancia convertido ahora en santuario secreto. Allí no existía el conflicto. Solo quedaban ellos dos, dos jóvenes aferrados a un amor que no cabía en el mundo que se les desmoronaba alrededor.

—¿Y si escapamos? —susurró ella, acariciando su rostro—. Podemos irnos al sur, o cruzar la frontera…

Sergio negó con la cabeza.

—No puedo. No sería justo con los que luchan conmigo. Pero si sobrevivo… volveré por ti. Te juro que volveré.

Se besaron como si fuera la última vez. Esa noche, entre los helechos y la luz tenue de una lámpara rota, hicieron el amor por primera vez. Fue torpe, dulce, desesperado. Un acto de fe en medio de la barbarie. Después, él dibujó con su dedo una “R” sobre la piel de su espalda.

—Para que no me olvides.

Ella lloró en silencio, deseando detener el tiempo. Pero la guerra no se detenía por nadie.

Al amanecer, Sergio dejó una carta bajo su almohada. La última que le escribió. Rosio escribió muchas más, escondidas en la esperanza de que alguna llegara.

Ninguna lo hizo.

1961 – Valencia

—Nunca llegaron tus cartas —dijo él, con la voz quebrada—. Creí que habías decidido olvidarme.

—Y yo creí que habías muerto. O que me habías traicionado —replicó Rosio, con rabia antigua en la voz.

Ambos guardaron silencio. Los recuerdos eran tan nítidos que dolían. El pasado seguía allí, entre ellos, como una herida mal cerrada.

—Después de que terminó la guerra, me acusaron de colaborar con los rebeldes. Fui prisionero. Tres años. Cuando salí, no tenía ni un nombre ni un hogar. Solo tu recuerdo.

Ella tragó saliva. Bajó la vista.

—Mi padre me obligó a casarme con un comerciante vasco. Me dijo que era lo único que podía hacer para limpiar la vergüenza.

—¿Y lo amaste?

Rosio lo miró. En sus ojos no había duda.

—Nunca. Solo te amé a ti.

El viento se levantó, moviendo las hojas secas a sus pies. Sergio alargó la mano, temeroso, y ella no la rechazó. Sus dedos se entrelazaron con la misma familiaridad de otra vida.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó él.

—No lo sé. Pero no quiero volver a perderte.

Y por primera vez, en décadas, el futuro pareció abrir una rendija. Aún lleno de incertidumbre, pero también de posibilidad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.