Cartas que el tiempo olvido

Capítulo 3

Lo que callan los muertos

Valencia, 1961

Rosio caminaba de regreso a la pensión donde se hospedaba, con los pasos lentos y la cabeza llena de ecos. Las palabras de Sergio aún le retumbaban. Su confesión sobre los años de prisión, su dolor contenido, su mirada. Todo era como un mapa que apenas comenzaba a descifrar. Sentía rabia por lo que se había perdido, pero también miedo por lo que aún podía perder.

Esa noche no durmió. Se sentó junto a la ventana, contemplando las farolas encendidas y el murmullo lejano de la ciudad. Recordó la carta que él le escribió aquella última noche en Zaragoza. Jamás la había olvidado. Cada línea estaba grabada en su memoria. Pero hubo otra carta. Una que cambió todo.

Y no fue escrita por él.

FlashbackHuesca, 1939

El sonido de las botas militares resonaba en las calles empedradas de Huesca. Los ecos de la guerra aún vibraban en los rincones de la ciudad, y el miedo, espeso como el aire, se cernía sobre cada esquina. La guerra había arrasado con todo: familias, sueños, amores. Y Martín Ibáñez, a pesar de ser un buen hombre, no había podido evitar sucumbir a la presión de sobrevivir.

Sergio, su amigo, había sido arrestado bajo acusaciones de traición, una acusación tan falsa como las promesas de paz que se hacían en las altas esferas del poder. La situación estaba al borde del colapso. Los dos sabían que no era una cuestión de si Sergio saldría de la prisión, sino cuándo.

Martín no tenía los medios para salvar a su amigo. Las fuerzas franquistas lo buscaban por todo Aragón, y la situación empeoraba cada día. Era inevitable que los temidos pelotones de fusilamiento llegaran por él.

Una tarde, mientras se refugiaba en el cobertizo de su familia, Martín encontró algo que podría cambiarlo todo: una carta de Sergio. Estaba dirigida a Rosio, su amada, esa joven aristócrata que había sido su razón para luchar durante los años más oscuros. Una carta llena de promesas, de amor eterno, de un futuro que nunca llegaría.

Pero Martín no podía permitir que esa carta llegara a manos de Rosio.

Los oficiales ya estaban cerca, y sabía que si Rosio la recibía, podría ponerse en peligro, especialmente si el régimen descubría la naturaleza del amor entre ella y Sergio. No solo eso, sino que Martín temía por la seguridad de Rosio. La había visto varias veces ir al frente, luchando por la causa, y temía que si se enteraban de la conexión, la tratarían igual que a él.

Desgarrado, Martín tomó una decisión.

Se sentó en la mesa de la cocina y, con el corazón apesadumbrado, destruyó la carta. Y con manos temblorosas, escribió otra. Intentó imitar la letra de su amigo, pero las palabras que formó no eran las suyas. Lo sabía. Sabía que nunca sería la misma. Sin embargo, la escribía con la esperanza de que pudiera salvar a Sergio, de que él pudiese escapar. La nueva carta decía lo siguiente:

"Rosio, me he dado cuenta de que este amor que compartimos es un capricho de juventud. Lo que sentimos no es más que una ilusión, y no puedo seguir arriesgando nuestras vidas por algo que no es real. He decidido marcharme con otra mujer, alguien que puedo compartir mi vida en silencio, sin temor a las represalias. Si alguna vez me llegas a ver, ya no seré el mismo. Es mejor que nos olvidemos, ambos seremos más felices si lo hacemos."

Al firmarla con el nombre de Sergio, Martín sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo iba a vivir con lo que había hecho? ¿Cómo explicaría esto a su amigo algún día? Pero lo hizo.

La carta fue enviada.

FlashbackUn mes después

Los días pasaron, y las noticias llegaron a cuenta gotas. Primero, que Sergio había desaparecido. Luego, que lo habían encarcelado. Y finalmente, que había sido condenado a trabajos forzados en el norte, donde las posibilidades de supervivencia eran mínimas.

Martín se convirtió en un hombre ausente, marcado por el peso de la culpa. Cada vez que veía a Rosio, su rostro se tornaba más sombrío. Ella venía a preguntar por Sergio, siempre con esa mirada inocente, llena de esperanza. Pero Martín no podía mirarla a los ojos, no sin ver la traición que había sembrado.

Los meses pasaron, y la guerra se alargó aún más. Pero las cartas que llegaron a Rosio nunca fueron las de Sergio. La última que recibió, firmada por él, fue esa. La que había escrito Martín. La que los separó.

Rosio, como Martín esperaba, se apartó de él. No le escribió. No preguntó más. El amor se desvaneció lentamente, aunque en el corazón de ambos, la pena seguía viva.

Valencia, 1961

Sergio no pudo dejar de mirarla. Rosio, allí sentada, con la carta en las manos, su rostro aún marcado por la incredulidad. El tiempo había pasado, pero la herida era reciente. Al verla, él mismo sentía la quemadura de lo que habían perdido.

—¿Por qué, Martín? —preguntó Rosio, con la voz quebrada—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no me lo dijiste?

Martín bajó la cabeza, con el alma en pedazos. No podía responder. Había pasado tanto tiempo, pero el dolor seguía siendo el mismo. El miedo de perder a su amigo, de ver a Rosio destrozada por la verdad, lo había atormentado.

—Yo… creí que era lo mejor —dijo Martín, las palabras saliendo a rastras—. Pensé que si ella creía que Sergio me había dejado, no lo buscaría. No lo perseguirían. Lo único que quería era salvarlo.

Sergio, con la garganta apretada, dio un paso adelante.

—La salvación no fue la mentira —dijo, con firmeza—. La salvación fue la verdad. Y aún puedo decírsela.




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