Cásate conmigo

Capítulo 11.

Regresé a casa increíblemente cansada. ¿No sabía por qué? Aunque yo ya llevaba cuatro días sin ir a trabajar, no me sentía descansada en absoluto, más bien todo lo contrario. Toda esta búsqueda de marido fue increíblemente agotadora para mí, pero no había tiempo para relajarme, faltaban dieciséis días para mi boda y todavía no había encontrado un candidato para el papel de mi novio.

Acostada en la cama, comencé a repasar mis citas rápidas nuevamente. Sin duda era mucho mejor que en “Meetic”, donde te podían dar un gato por la liebre. Aquí al menos todo fue honesto, pero no lo suficiente. Me gustaría hablar, aunque sea, con veinte personas, pero no con cinco. Quizás elegí estos dos, porque no había nada más. Ahora bien, si hubiera existido ese chico guapo del salón de Marcus, entonces, por supuesto, lo habría elegido, pero tenía que contentarme con su copia mala, cuyos contactos aún no tenía. Eso también era malo. ¿Por qué tengo que esperar hasta el lunes?

A pesar de estar cansada, no tenía ganas de dormir en absoluto, así que volví a coger mi tablet. Empecé a buscar otras organizaciones que celebraran reuniones similares para solteros, pero Google rápidamente me llevó a “Meetic”. “¿Qué pasa si monto unas citas rápidas para mí sola yo misma?” – llegó esa locura en mi cabeza, seguramente por insomnio.

Entonces, ¿qué había allí? Una mesa y dos sillas. Todas las cafeterías tienen esto, incluso la que está al otro lado de la calle. ¿Qué otra cosa? Los participantes. Miré el ícono de correo y me aseguré de que tenía al menos diez personas que querían conocerme. Normas. De alguna manera tenía que obligarlos a no quedarse en mi mesa, si no me agradara en absoluto la persona con la que estaría hablando. ¿Cómo hacer eso en una cafetería normal? De ninguna manera. El cliente podría permanecer allí todo el tiempo que quisiera. ¿Pedir que le cambien a otra mesa? ¿Puede funcionar?

Este plan lo estaba desarrollando casi hasta el amanecer, cuando me quedé dormida. Así que, cuando mi teléfono sonó, me levanté de un salto sin entender lo que estaba pasando, quién era y dónde estaba.

- Buenos días, Christina. Soy Walter, - escuché por teléfono.

- ¿Entonces qué pasó?

- Nada. Te llamó porque, precisamente ayer te propuse un paseo por el bosque.

- ¿En qué bosque? ¿Para qué?

Finalmente, mi cabeza se aclaró. Era el chico de la cita rápida, que me pareció bueno, pero no atraía para nada.

- ¿A qué te refieres con por qué? Respirar el ozono, escuchar a los pájaros, disfrutar de la naturaleza y mejorar tu vitalidad. - respondió alegremente - Puedo recogerte. ¿Te llevará una hora prepararte?

- Si, por supuesto.

Ni siquiera tuve tiempo de pensar en nada. Sin entender realmente por qué, pero acepté y le di mi dirección. Sólo después de colgar el teléfono, me di cuenta de lo que había hecho, pero ya era demasiado tarde para retirarme. Miré mi reloj. Eran las siete y media, lo que significaba que sólo había dormido unas tres horas como mucho. “Okey, lo hecho, hecho esta. A lo mejor allí en la naturaleza le pregunto si quiere casarse conmigo y aclaro la situación.” – pensé y rápidamente corrí a la ducha y luego a mi armario.

En algún lugar de sus entrañas estaba mi chándal, que compré hace unos cuatro años y, honestamente, usé diez veces para ir al gimnasio con Amanda, quien quería perder peso con urgencia después del nacimiento de gemelos.

En realidad, fue idea suya inscribirse en el gimnasio y obtener una entrada libre a cualquier hora, porque no sabía, cuándo podría dejar los niños con suegra y como fue lógico nos quedamos sin el entrenador. A pesar de todas nuestras convicciones de que le resultaría difícil salir de casa, no podría dejar constantemente a los niños y que la mejor manera sería comprar algún tipo de aparato deportivo o una plataforma vibratoria.

- No sé cómo se puede hacer deporte en un lugar donde hay un sofá, wifi y dos niños gritando. – explicó ella. - No. Necesito un gimnasio.

Pero como era de esperar, después de diez días, en las que deambulábamos sin rumbo por el gimnasio, probando un aparato u otro y sin recibir ninguna explicación y concejo nos dimos por vencidas. Desde entonces yo no pisé ni un pole deportivo.

Rebusqué en todo el armario, pero el chándal no estaba. Esa fue la primera señal, pero ni hice caso. Tuve que ponerme unos pantalones cortos y una camiseta, que llevaba mientras caminaba por la playa de Canarias. Lo bueno era que, por lo menos, las zapatillas estaban en su lugar.

Cuando sonó el telefonillo del portero automático, ya estaba lista, pero sin desayunar. Me pareció poco educado dejarlo allí abajo esperándome, mientras desayunaría, por eso bajé rápidamente, pensando hacerlo en la cafetería.

 Walter me esperaba delante la entrada a mi portal en su moto deportiva. La moto fue la segunda señal. Nunca me subí a este tipo de transporte, porque una vez mi padre, cuando yo tenía catorce años, me mostró las estadísticas de accidentes con coches y motos. La diferencia era visible. Entonces dijo que dos ruedas no son nada confiables y solo una persona que no valora su vida se sube a una moto, aunque él mismo lo hacía más de una vez.

- Te ves genial, pero tu atuendo no es del todo adecuado para nuestro paseo. - afirmó Walter examinándome.

- ¿Por qué?

- Porque el bosque no es un parque urbano. - él sonrió. - Pero está bien, tengo algo para ti.

Él sacó de su maletero un casco y una chaqueta.

-Cuando llegamos a nuestro centro, buscaré algunas mallas largas, - dijo él, ayudándome poner todo eso.

 Su sincera preocupación por mí me conquistó y me olvidé del desayuno y de las palabras de mi padre. Ajusté el casco y con dificultad me subí a la moto, ignorando la segunda señal. Comparado con lo que me esperaba, el viaje en el aterrador vehículo fue casi fabuloso.

En el centro deportivo nos estaban esperando unas ocho personas: cuatro mujeres, dos hombres u dos niños de unos diez o doce años. Como prometió Walter, me encontró unas mallas, pero decidí no ponerlas, porque no sabía de quien eran y no olían a limpio.




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