La humedad de la piedra se le había pegado a la piel como una maldición silenciosa. Cada centímetro de su cuerpo dolía, un dolor sordo y constante que se había vuelto su compañero inseparable en las últimas lunas. El eco del gotear lejano, monótono y cruel, le recordaba que el tiempo no se detenía, ni siquiera para los que estaban a punto de morir. Cada gota era un segundo menos, un aliento más cerca del final.
Lady Elianne D'Valcour yacía en una esquina de la mazmorra imperial, el vestido de seda blanca que alguna vez fue un símbolo de su pureza y estatus, ahora raído, manchado de tierra y con jirones colgando. El cabello, antes una cascada de ébano cuidadosamente peinada, estaba apelmazado, enredado y cubierto de polvo.
Las muñecas, finas y delicadas, se mostraban marcadas por las cadenas de hierro que la habían sujetado a la pared durante días, dejando surcos violáceos en su piel. Ya no quedaban rastros de la nobleza que una vez la rodeó con un aura de intocable distinción, ni de la doncella elegante que todos envidiaban en los salones del palacio. Y sin embargo, allí, en la penumbra asfixiante de su celda, en medio del hedor a moho y desesperación, había algo más fuerte que la miseria y el miedo: orgullo. Un orgullo férreo, forjado en el crisper de la traición y el dolor.
No había llorado. Ni una sola lágrima había resbalado por sus mejillas desde que la arrastraron hasta este agujero. No gritaría. No imploraría. No le daría ese gusto al Imperio, ni a los perros que lo servían. Moriría de pie, con la cabeza alta, aunque su cuerpo estuviera roto.
El chirrido metálico de la puerta, áspero y prolongado, le obligó a incorporarse. El sonido resonó en la pequeña celda, haciendo que la piel se le erizara. La luz de las antorchas, rojiza y parpadeante, le quemó los ojos por un instante, acostumbrados ya a la oscuridad casi total, pero Elianne no parpadeó. Si iban a matarla, lo harían viéndola de frente, con sus ojos negros clavados en los suyos, sin una pizca de miedo.
Una figura se recortó contra la luz, y Elianne sintió un escalofrío de repulsión.
-Vaya, vaya... La flor de Vortigan convertida en carroña. -La voz era aguda, melosa, con un deje de satisfacción que la hizo apretar los dientes. Era veneno puro, destilado en cada sílaba.
Elianne reconoció el tono incluso antes de que la figura se adentrara lo suficiente en la celda para ser iluminada por las antorchas. Lady Maelia. Su antigua dama de compañía, la que le juró lealtad y la que ahora se pavoneaba con un vestido de seda bordada en hilos de oro que gritaba ascenso político y una fortuna recién adquirida. La hipocresía le revolvió el estómago. Detrás de ella, la sombra corpulenta del Duque Severand, el mismo bastardo que había intentado comprar su lealtad meses atrás con joyas, tierras y favores, y que ella había rechazado con una risa burlona. Su rostro, antes lleno de codicia, ahora mostraba una satisfacción repulsiva.
-Pensé que las ratas no se arriesgaban a visitar la prisión -escupió Elianne con voz ronca, cada palabra un esfuerzo, pero cargada de desprecio-. ¿Qué os trae por aquí? ¿Curiosidad malsana? ¿Remordimiento, quizás? ¿O simplemente queréis ver cómo luce la mujer que os rechaza incluso al borde de la muerte? Porque si es por eso, ya veis: sigo siendo más digna que vosotros dos juntos.
Maelia se acercó con una sonrisa torcida, sus ojos pequeños y crueles brillando con malicia. Se detuvo a unos pasos de Elianne, lo suficiente para que el hedor a perfume caro y a hipocresía llegara hasta ella.
-Solo vine a verte una última vez, Elianne. Qué desperdicio... todo ese poder, esa influencia que tenías en la corte... y lo tiraste todo por un capricho. Por amor. Qué estupidez.
Elianne soltó una risa seca, que sonó más a un ladrido.
-¿Y tú qué hiciste, Maelia? ¿Lamer botas hasta que te subieran de rango? ¿Arrastrarte como una sabandija por los pasillos, vendiendo secretos y lealtades baratas? Qué noble te ves ahora... con la corona ajena aún chorreando sangre. La sangre de los inocentes, y la mía, por supuesto. ¿Te sienta bien? ¿Te pesa la conciencia, o ya la vendiste también?
La bofetada resonó fuerte en el silencio de la mazmorra. La mejilla de Elianne ardió, un dolor punzante que le hizo ver estrellas, pero su sonrisa no desapareció.
Al contrario, se hizo más amplia, más desafiante. La sangre le supo a victoria.
-¿Eso era todo? ¿Un golpe de mano, Maelia? ¿O también querías ver si me rogabas que te salvara la cara frente a los nobles que tanto te desprecian? Porque, créeme, incluso aquí abajo, sé que nadie te traga. Eres un parásito, y siempre lo serás.
-¡Maldita zorra! ¡Bruja! -escupió Maelia, con el rostro contorsionado por la ira, sus ojos inyectados en sangre. Levantó la mano para golpearla de nuevo, pero Severand la detuvo.
El duque, con su rostro gordo y su mirada fría, puso una mano pesada en el hombro de Maelia, calmándola con un gesto. Su voz era grave, con un tono de falsa superioridad que Elianne detestaba.
-Basta, Maelia. No vinimos a discutir con una condenada. No vale la pena. Solo a recordarte que esta historia pudo tener otro final. Caelum... -pronunció el nombre del príncipe con un deje de falsa compasión, que hizo que a Elianne se le revolviera el estómago- te habría perdonado si hubieras sabido mantener la boca cerrada. Si hubieras aceptado tu destino. Pero preferiste desafiarlo. Tú cavaste tu tumba, Elianne. Y ahora te toca acostarte en ella.
Elianne lo miró directo a los ojos, sin vacilar, sin un atisbo de miedo en su expresión. Su voz, aunque ronca, era firme y clara, resonando con una convicción que los silenció.
-Si defender la verdad es cavar mi tumba, entonces moriré con las manos limpias y la conciencia tranquila. Vosotros... -su mirada se posó en Maelia y luego en Severand, llena de un desprecio gélido- sois los que enterráis vuestras almas en la podredumbre de vuestras mentiras y vuestra codicia. Y eso, bastardos, es una condena mucho peor que la muerte.
Severand soltó una carcajada grave, una risa hueca que rebotó en las paredes de piedra.