Emily Brooks
En el instituto, soy tan irrelevante que, si desapareciera un día, seguro alguien ocuparía mi lugar sin darse cuenta. Nadie haría un escándalo, ni pegarían carteles de búsqueda en los pasillos. Tal vez Sophie, mi mejor amiga, se tomaría la molestia… aunque estoy casi segura de que lo haría solo para burlarse:
“Se busca. Responde al nombre de Emily Brooks. Última vez vista con la nariz metida en un libro, como siempre”.
Esa soy yo: Emily Brooks, la chica invisible. La que nunca aparece en las fotos del anuario, la que no destaca en deportes, ni en música, ni en nada que pueda darte un poco de notoriedad en el instituto. Soy la que se sienta al fondo del salón, la que intenta pasar desapercibida, la que se siente más cómoda en la biblioteca que en una fiesta. Y no me quejo… bueno, no mucho.
Aunque lo que nadie sabe es que tengo un secreto. Un mundo que guardo solo para mí, como si fuera un tesoro demasiado frágil para mostrarlo a los demás.
Cada noche, cuando todos duermen y mi habitación queda en penumbras, enciendo mi laptop —un aparato viejo lleno de stickers medio despegados— y entro a una pequeña plataforma de internet llamada DreamVerse.
Suena meloso, lo sé, pero a mí me encanta. Es un rincón diminuto donde escritores anónimos suben sus creaciones. Yo lo hago bajo un seudónimo que jamás confesaría en voz alta: MoonlightGirl. Allí publico mis poemas y pequeñas historias de romance, como si lanzara mensajes en botellas al mar, esperando que alguien en algún lugar del mundo las recoja.
Mi perfil es mi refugio. Lo reviso cada día como si fuera una caja secreta de cartas de amor escondidas bajo la cama. Y cuando aparece un comentario —aunque sea uno solo— siento que, al menos en ese universo diminuto, existo. Porque aunque nadie en el instituto lo sepa, en ese espacio yo no soy Emily Brooks, la chica invisible. Allí, entre versos y romances inventados, soy alguien.
Claro que en el instituto nadie sabe nada de esto. Ni siquiera Sophie, y eso que ella es prácticamente mi otra mitad. Y mucho menos lo sabría él.
Sí, él.
Liam Collins.
El hermano de Sophie. El capitán del equipo de fútbol americano. El chico que tiene más sonrisas dedicadas a él que páginas tiene mi cuaderno. Alto, engreído, con esa seguridad que parece venir de fábrica, como si hubiese nacido sabiendo que el mundo entero lo miraría. Básicamente, el tipo de persona que nunca, jamás, se fijaría en alguien como yo.
Y, sin embargo, ahí estoy yo, entrando a su perfil de Instagram más veces de las que estoy dispuesta a admitir. Solo para “curiosear”, claro. Para ver sus fotos con el uniforme, o la forma en que sonríe cuando gana un partido, o cómo parece no tener miedo de ser el centro de atención. A veces me quedo demasiado tiempo observando, hasta que me obligo a cerrar la aplicación y recordarme que él pertenece a otro planeta.
Si alguien llegara a descubrir mi perfil en DreamVerse, juro que me mudaría de ciudad y cambiaría de identidad. Ni Sophie, ni mi madre, y mucho menos Liam podrían saber que escribo romances donde él aparece disfrazado de héroe anónimo.
Un planeta donde brillan las estrellas como él, y donde chicas como yo solo podemos mirar desde lejos.
Así que sí, soy invisible.
Pero invisible con un secreto.
Y, aunque nadie lo sospeche, ese secreto es lo único que me hace sentir viva.
Tecléo un verso nuevo, uno de esos que nacen cuando pienso demasiado en alguien en específico. Sí, en Liam Collins dueño de una sonrisa que parece tener luz propia. Él nunca se fijaría en mí, y sin embargo, mis dedos no dejan de convertirlo en inspiración. Es ridículo. Lo sé.
Estoy tan concentrada escribiendo que no escucho la puerta hasta que se abre de golpe.
—¡Ajá! —exclama Sophie, apoyándose en el marco de la puerta con los brazos cruzados—. ¿Otra vez aquí, casada con tu laptop?
Cierro la pantalla de golpe, como si hubiera estado viendo algo prohibido.
—No estoy casada con nada. Solo… escribía.
Sophie rueda los ojos con esa sonrisa traviesa que siempre lleva pegada al rostro.
—Te juro que si tus poemas fueran un chico, ya estarías casada con ellos. ¿Sabes cuántas veces te encuentro hablándole al teclado con cara de enamorada?
Me sonrojo hasta las orejas.
—No exageres.
—No exagero nada, Brooks. —Entra a la habitación sin pedir permiso y se deja caer sobre mi cama—. Algún día deberías dejarme leer lo que escribes.
Trago saliva, nerviosa. Ni en sueños le dejaría ver lo que hay en mi laptop, mucho menos los poemas que claramente llevan el nombre de Liam escrito en letras invisibles.
—Tal vez… algún día.
Sophie me observa como si pudiera leerme la mente. Por suerte, cambia de tema con la misma facilidad con la que respira.
—De todas formas, admiro que nunca dejes de escribir. Si yo tuviera tu constancia, ya sería famosa en TikTok.
Sonrío, relajándome un poco. Sophie siempre ha sido así: la chispa que ilumina cualquier rincón, incluso el mío.
Lo que ella no sabe es que, aunque yo lo niegue, tiene razón. Si mis poemas fueran un chico, ya estaría perdida en ellos. O peor aún: ya lo estoy.
Sophie aún está tirada en mi cama cuando la puerta de mi habitación vuelve a abrirse, esta vez sin aviso. Y no, no es mi madre.
Es él.
Liam
El chico que probablemente nació con un reflector propio, porque hasta cuando respira, todas suspiran. Y, como siempre, apareció girando el balón en su mano derecha, como si fuera una extensión de su cuerpo. Maldita sea, hasta eso lo hacía con estilo.
—¿De verdad estás aquí molestando a Emily otra vez? —pregunta, con un tono de fastidio fingido mientras se apoya en la puerta como si la casa fuera suya.
—¿De verdad viniste a presumir tu camiseta otra vez? —replico, sin levantar demasiado la mirada de mi laptop. No pienso darle el gusto.
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Editado: 24.09.2025