Capitulo 4
Te harás cargó
Dentro del palacio, las horas transcurrían de manera extraña. Sin la luz del sol que marcara el paso del tiempo y sin ninguna referencia para distinguir la noche del día, todo dependía del sonido de las campanas, cada una custodiada por guardias que velaban por que los ritmos del hogar se mantuvieran. Estas campanas, con su repetición puntual, dictaban los momentos de descanso y de actividad, obligando a los habitantes a adaptarse a un horario impuesto por otros.
Para el pequeño Alfa, la más detestable era la que siempre sonaba a las cinco de la mañana. El estrépito lo despertaba con brusquedad, obligándolo a abandonar el mundo de los sueños, donde aún deseaba permanecer. Sin embargo, tenía que cumplir con todas las responsabilidades que el mismo se impuso. Con los párpados pesados, abría un ojo y luego el otro, esperando con impaciencia a que las damas de servicio entraran para preparar su baño.
Una vez que entraron, él, desde la cama y en una posición a medio levantar, las miró ir y venir mientras alistaban la tina. Cuando estuvo lista, lo llamaron y lo ayudaron a desperezarse. Él se sumergió, estirando el cuerpo y dejando que los músculos se relajaran, mientras frotaba sus ojos para disipar la neblina del sueño que aún lo envolvía.
Las damas lo asistieron a vestirse, ayudándole con cada prenda y ajustando los detalles que aún no podía manejar con rapidez. Ya listo, se incorporó, firme y erguido, mientras ellas se retiraban en silencio, dejándolo solo para enfrentar el resto de un día que, aunque estructurado, siempre parecía comenzar demasiado pronto.
Levantarse temprano era primordial para él, una necesidad impuesta por la costumbre y el ejemplo de su padre, quien siempre estaba preparado mucho antes de que la primera campanada del día resonara en la mansión. Cada amanecer se convertía en una prueba silenciosa de disciplina y resistencia; mientras el joven aún sentía el peso del sueño, el ministro ya se desplazaba con precisión y firmeza, como si el tiempo le perteneciera y cada minuto fuese una orden inquebrantable. Mantener su ritmo no implicaba únicamente obediencia, sino también aprendizaje: cada gesto, cada acción, debía ser observado y reproducido.
Y él siempre trataba de mantenerle el ritmo, aun con su corta edad. Aquel día, como todos los demás, emprendió el camino hacia la oficina de su padre. Al principio avanzaba despacio, con un andar vacilante, pero pronto sus pisadas cobraron firmeza mientras cruzaba los corredores en penumbra. Cada movimiento resonaba en las paredes de la mansión y se transformaba en un eco que se expandía por la montaña, acentuando la sensación de aislamiento. La residencia parecía contener la respiración, como si advirtiera que solo ellos habían despertado mientras el resto del mundo seguía sumido en el sueño.
El resplandor de las antorchas y de las llamas encendidas en las chimeneas trazaba siluetas caprichosas sobre muros y mobiliario, proyectando figuras que daban la impresión de moverse y susurrar con cada chispa desprendida del brasero. La calma del amanecer se entrelazaba con un escalofrío que recorría su espalda; no era temor propiamente, sino la conciencia de la inmensidad de la residencia y de la montaña circundante, frente a la cual su propio cuerpo parecía insignificante.
Al avanzar, captaba el aroma de la leña consumida y de la cera derretida, mezclado con la frescura del aire que irrumpía por las aberturas entornadas de una que otro ventanal que se olvidó cerrar. El palacio, en su aparente quietud, estaba vivo de un modo sutil: los ecos jugaban con él, el claroscuro parecía vigilarlo y, con cada movimiento, tenía la sensación de que no solo aprendía a desplazarse, sino también a comprender el compás de aquel entorno, la cadencia que su padre imponía sin pronunciar palabra.
Tenía que ser mejor que él si quería sobrevivir. Su padre buscaba cada fallo con la precisión de un cazador, siempre listo para asestar el golpe final; de eso estaba convencido Vereno. Pero aquella mañana era distinta. Apenas cruzó las puertas, sintió la mirada de su progenitor evaluándolo, como un vigía que lo estudiaba sin perder un solo detalle.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, con una calma que helaba la sangre. Años de la misma rutina le habían enseñado que nada sorprendía a su padre: cada día, al llegar a la oficina, Vereno tomaba asiento en la esquina donde tenía su mesa y se sumergía en sus tareas, siempre invisible, siempre meticuloso. Y, sin embargo, aquella pregunta, nunca antes formulada, lo tomó por sorpresa.
—Ministro, todos los días vengo —respondió, con la voz vacilante, mientras señalaba la mesa que había ocupado el día anterior. Sus libros seguían apilados, y uno permanecía abierto, como si la página hubiera estado esperando su regreso.
—Me refiero a qué haces aquí, si tienes que ayudar al Caumel —replicó su padre, sin levantar la vista de los documentos que le ocupaban las manos. Firmaba con destreza mientras su atención parecía concentrarse solo en la tinta y el papel, ignorando a Vereno casi por completo.
El joven tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta. Cada movimiento, cada palabra que decía, podía ser juzgada, analizada, y cualquier error le costaría caro. Aun así, se obligó a mantener la postura firme y los ojos abiertos, intentando absorber cada gesto de aquel hombre que, sin alzar la voz, podía derribar su confianza en segundos.
—Pero tiene a las damas, ellas se harán cargo —dijo Vereno, tratando de poner firmeza en la voz, aunque un temblor traicionaba su seguridad.
—Y tú las vas a supervisar, así que sal de esta oficina —respondió el ministro, sin siquiera mirarlo a la cara. A Vereno ya no le sorprendían las acciones del hombre; siempre había sido implacable, tan severo que cualquier reprimenda se sentía como un juicio inapelable. Y, aun así, el pequeño corazón del Alfa se sintió oprimido, un vacío en el pecho que parecía atravesarlo como una espada afilada.
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Editado: 14.09.2025