Castillo de ilusiones: algo parecido al amor

Capítulo 2

Londres, mediados de agosto de 1723, año de Nuestro Señor.

Inclinada sobre el tocador de su habitación, lady Charlotte escribía una carta para lady Wilton. Las sesiones del parlamento habían terminado hacía algunas semanas y la mayoría de los nobles estaban ya en sus propiedades en el campo. Los Bristol y lady Amelie no eran la excepción. Lady Charlotte y su familia eran de los pocos que permanecerían en Londres ese año, la salud de la madre de la joven era delicada y un viaje hasta el castillo de Warwick no era recomendable. Sin embargo, no era la nostalgia por su amiga la que la tenía sentada de madrugada escribiendo una carta. Y no porque no la extrañara, por supuesto que lo hacía, pero para eso podía escribirle en horas menos intempestivas. El verdadero motivo de su desvelo era la noticia que su padre le dio esa noche. La revelación la conmocionó a tal grado que necesitaba contárselo a su querida Amelie, aunque fuera en una carta que tal vez nunca enviaría.

Lord Strathmore y Kinghorne pidió su mano en matrimonio. Eso fue lo que les informó su padre durante la cena, así sin más, como si estuviese hablando sobre lo lluviosa que estuvo la tarde, un evento que sucedía todos los días, cada tarde de ese verano, como sucedió los veranos anteriores y, estaba segura, sucedería los veranos futuros. Lo dijo tras tomar un sorbo a su copa de vino, sin ningún sobresalto o emoción, como si ella recibiera propuestas de matrimonio todos los días.

—¿Cuándo? —preguntó su madre, expectante, rebosante de alegría porque el conde por fin se decidiera a pedir la mano de su preciosa hija.

Sin embargo, la respuesta a esa pregunta fue todavía más impactante que la noticia inicial porque, no, la propuesta no era reciente. No la hizo ayer o hacía unos días, ni mucho menos la semana anterior, sino aquella tarde de junio en que visitó a su padre, ¡hacía casi tres meses!

¡Tres meses!

Todo ese tiempo, desde que inició la temporada social, creyó que no despertó el interés de ningún caballero más allá de un baile en alguna velada. ¿Por qué se fijarían en ella con damas tan hermosas como lady Amelie alrededor?

Sabía que no era la más bonita, tampoco la de mejor figura ni mucho menos la más alta, qué vio el conde en ella era algo no comprendía en absoluto, sobre todo, porque apenas intercambiaron unos cuantos saludos cordiales y un par de conversaciones en todo ese tiempo —si contaba la ocasión en que le fue presentado—. La vergüenza la inundó al recordar su estúpida cháchara sobre los zapatos que usaba. ¿Cómo podía interesarse en ella después de presenciar semejante despliegue de banalidad?

Todo eso escribió en la carta. Planteándole a su amiga mil hipótesis al respecto. Confesándole lo asustada e indecisa que estaba. Por qué su padre no le habló antes del tema era otro asunto que no lograba discernir, pero, sobre todo, no entendía por qué lord Strathmore pedía su mano en matrimonio un día y nunca más intentaba acercarse a ella. ¿Por qué no la cortejó en los salones de baile? ¿Por qué no la visitó o la invitó a dar un paseo por Hyde Park como hacían otros pretendientes? ¿Se arrepintió de su propuesta o era porque su padre no respondió a esta? Si era así, ¿por qué no la retiró?, ¿por qué no le exigió a su padre que le diera una respuesta ya fuera esta positiva o no?

Soltó la pluma sobre el tintero, exhausta por los pensamientos que la consumían. Se llevó la mano derecha, la que no tenía tinta, a las sienes, le dolía terriblemente la cabeza. Miró la carta que acababa de escribir, llena de sus más íntimos pensamientos, dudas e inseguridades. Reafirmó para sí que no la enviaría; de todos modos, no serviría de nada puesto que para el momento en que recibiera una respuesta de su amiga, probablemente la propuesta de lord Strathmore no sería más que una divertida anécdota. Cansada se levantó de la banqueta de su tocador y se dirigió a la cama para intentar descansar esa noche.

Días después recibieron una invitación de los condes de Suffolk para asistir a una fiesta campestre que darían en unas semanas. Su padre aprobó la invitación y, aunque el conde habría preferido que su hijo mayor la acompañara, este se encontraba en Warwick Castle atendiendo los asuntos del condado. Por suerte tenía a la señorita Reed —su dama de compañía—, quien, junto con algunos sirvientes, iría con ella hasta la propiedad de los condes.

Era principios de septiembre cuando la comitiva llegó a Suffolk. En las escalinatas de la puerta principal la recibieron los condes y lord Henry, el heredero del condado. Tras darle la bienvenida, una doncella la guio hacia la habitación que compartiría con su dama de compañía. La señorita Reed pertenecía a una categoría distinta de servidumbre y gozaba de ciertos privilegios en comparación de la doncella que las acompañaba, quien ocuparía una cama en las habitaciones de los sirvientes.

La habitación era azul. Tapices, cortinas, muebles, incluso el dosel y la colcha que cubrían la cama lo eran. La diferencia la hacía el material y los bordados. Satén para las sábanas y una gruesa tela con bordados florales en hilos de plata para las cortinas y tapices de los muebles.

—Deja eso, Madeleine —dijo lady Charlotte a la señorita Reed, la dama de compañía se afanaba en sacar los vestidos de los baúles—. Descansa un poco, ya habrá tiempo de hacer eso.

—Pronto la casa se llenará de doncellas y las planchas escasearán —recalcó la señorita Reed.

Lady Warwick sonrió resignada. Su dama de compañía era terca y nada impediría que ella y Clare tomaran sus vestidos y los plancharan antes de que, como ella misma precisó, las planchas escasearan.




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