Castillo de ilusiones: más que amor

Introducción

Iba a morir. Señor Misericordioso, iba a morir. Perecería en ese horrible lugar y nadie, jamás, sabría qué ocurrió con ella. El dolor la tenía paralizada, tumbada sobre el colchón se aferraba con fuerza a las sábanas rojas que la cubrían. Su superficial respiración se volvió aún más ligera, una fina capa de sudor perló su cuerpo cuando los espasmos que atacaban su bajo vientre se acentuaron. Estrujó los dientes, obligándose a no gritar, a no revelar lo que ocurría dentro de las cuatro paredes de la que, desde hacía unas semanas, era su habitación.

Su vida anterior ya no existía. No era más que una ilusión que a veces se afanaba en recordar para aferrarse a la vida. A nadie le importaba quién fue antes de convertirse en una flor más de ese maldito jardín. Lo único que les importaba eran los pingües beneficios que podían obtener gracias a ella. Al principio se había resistido, había aruñado, gritado y pataleado con tanta fuerza que los pervertidos que llegaron a su puerta salían hechos una furia a exigir un reembolso. Querían una mujer que los complaciera no una loca enfurecida dispuesta a sacarles los ojos. Había tenido suerte de que no le tocara un depravado que disfrutara sometiendo a una mujer sin importarle si tenía que usar la fuerza física para ello.

Fue ese comportamiento el que le consiguió una larga estancia en el sótano. La pequeña habitación carente de ventanas y desprovista de muebles era el sitio preferido por la madame para implementar sus castigos. Empezaba con pequeñas cosas: quitándoles una comida, racionándoles el agua o privándolas de una manta para protegerse del frío. Pero, conforme pasaban los días, sus métodos iban intensificándose. Baños de agua helada, ninguna comida y apenas un poco de cerveza agria para mojar sus labios. Los golpes comenzaban al quinto día, cuando la falta de alimento y agua las había debilitado lo suficiente para que aceptaran hacer cualquier cosa con tal de salir de ese horrible lugar. A pesar de todo, ella no había cedido. Lo había soportado todo. El frío, el hambre, los golpes, el miedo, resistió cada uno sin suplicar ni una sola vez.

Se arrepentía. En ese instante, se arrepentía mil veces de no haber sucumbido a las exigencias de la madame. De haberlo hecho, no estaría en su situación actual; si tan solo lo hubiese sabido antes…

Unos escalofríos le hicieron castañear los dientes, el dolor en la espalda baja y en el vientre la estaban matando. Oprimió los párpados con tanta fuerza que cuando los abrió se sintió mareada. Tenía que ser fuerte, debía aguantar, no podía rendirse a la necesidad de pedir ayuda; si lo hacía sería peor. Había aprendido a la mala las consecuencias de ello.




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