Castillo de ilusiones: más que amor

Capítulo 1

Febrero de 1726, año de Nuestro Señor.

Lord Phillip Lyon, conde de Strathmore y Kinghorne, atravesó la puerta del exclusivo establecimiento ubicado en el número cuatro de la calle Chesterfield como si fuese un habitual de este. Nunca había sido socio del White’s[1], no porque su linaje o poder no le alcanzaran para tener ese privilegio, sino porque pertenecer a un club de caballeros era una banalidad que no le interesaba. Y, aunque las circunstancias lo orillaron a adentrarse en el ambiente recargado del club, no tenía ningún interés en perder ingentes cantidades de dinero en el juego, mucho menos de divertirse con las fulanas que el lugar ofrecía.

Sus razones para visitar el establecimiento obedecían a la necesidad de hablar con el nuevo duque de Newcastle, un asiduo visitante del club. Su excelencia había sido el mejor amigo de su primo, si alguien podía darle información sobre dónde se escondía esa sabandija era él. William no tenía los medios para permanecer oculto durante tanto tiempo. Hacía ya siete meses desde la desaparición de su esposa, tiempo en el que no había dejado de buscarla ni un solo día. A su pesar, no tenía más información que al inicio; William parecía haberse esfumado. A la luz de los hechos, su única esperanza era que Newcastle hablara, que le diera una pista sobre el paradero de su primo, pero si eso también fallaba… apretó la mandíbula, reacio a dejarse llevar por el pesimismo. Encontraría a su esposa, no le importaba el tiempo que le tomara o el precio que tuviera que pagar para conseguirlo, pero lo haría.

Encontró al duque casi enseguida, jugaba una partida de cartas en una de las mesas. En una mano sostenía las cartas, en la otra un vaso de licor. Observó a los demás caballeros y reconoció a dos de ellos: el duque de Manchester y John Egerton —el heredero del duque de Bridgewater—, sentados a la izquierda y derecha de Newcastle respectivamente; ni rastro de la sabandija de su primo. Era una suerte que Newcastle prefiriera permanecer en Londres en lugar de regresar a su propiedad en Newcastle-Upon-Tyne.

—Caballeros —saludó deteniéndose junto a Manchester, su excelencia lo odiaba, pero lo tenía sin cuidado.

—Strathmore. —Egerton fue el único que correspondió a su saludo, sin embargo, su atención seguía puesta en las cartas.

Un jadeo ahogado llamó la atención del conde. Una de las fulanas que rodeaban la mesa lo miraba con algo parecido al pánico, frunció el ceño y la mujer, que había estado todo el tiempo detrás de Newcastle, se alejó del lugar de inmediato. Aguzó la vista, sin perder detalle del andar nervioso de la mujer, caminaba de prisa, como si huyera de algo o… de alguien. Decidió que la investigaría; en esos meses había aprendido a no obviar absolutamente nada, cualquier cosa podría ser la respuesta al paradero de su esposa.

—Tal parece que la suerte te esquiva, Suffolk —comentó al reconocer a la Alimaña —como su amada Charlotte lo llamaba—, y actual conde de Suffolk como el cuarto jugador en la mesa.

—Las apariencias engañan —respondió este con su habitual desenfado.

—Viniendo de un experto como tú, me inclino a creerlo.

Lord Henry sonrió.

—Precisamente —replicó sin perder la sonrisa.

Alexander Montagu, duque de Manchester, tiró las cartas sobre la mesa.

—Si me disculpan, tengo un asunto urgente que atender —comentó mientras se levantaba.

Montagu evitó que sus ojos —del color de la noche—, tropezaran con los del conde. Ninguno de los presentes conocía la animosidad entre Manchester y Kinghorne, por lo que insistieron en que continuara jugando y les diera la revancha, pero no lo hizo. Tras excusarse una vez más, abandonó el lugar.

—¿Te unes, Strathmore? —La invitación la hizo Egerton, el único con quien nunca había tenido ninguna clase de incidente.

—Por supuesto.

Ocupó la silla que dejara Manchester, su mirada vigilaba de soslayo a Newcastle. Varias partidas después, era mil libras más pobre. No le importaba. La realidad era que estaba perdiendo a propósito, necesitaba que sus compañeros de juego se relajaran, que su excelencia bajara la guardia. Lo cual sucedió cuando la suerte por fin le sonrió al duque.

—Me voy —anunció Suffolk—, por la mañana enviaré a un lacayo con la suma que les corresponde —dijo ya de pie.

Egerton también se levantó, aunque su coordinación dejaba mucho que desear.

—Me voy contigo —balbuceó con la lengua un tanto enredada.

Suffolk contuvo el impulso de hacer una mueca. Lo último que deseaba era hacer de guardián del heredero de Bridgewater, pero dadas las circunstancias no tenía más remedio.

—Cherry —llamó Newcastle, su mirada fija en las cartas que ordenaba en un solo mazo.

—Parece que su cita de esta noche lo abandonó, excelencia —se mofó Suffolk al notar que la fulana que acompañaba al duque no apareció. Tras esto se retiró con un demasiado borracho Egerton colgado de su cuello.

Newcastle hizo ademán de abandonar el sillón, pero el licor que había ingerido esa noche cayó de golpe sobre él y no tuvo más remedio que volver a sentarse.

—Es raro verlo sin la compañía de William —mencionó Strathmore antes dar un pequeño sorbo al licor que tenía en su vaso; el mismo que le sirvieran desde que se sentó a jugar.




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