Castillo de ilusiones: más que amor

Capítulo 2

Durante el día, el Bluebell Garden[1] carecía de la elegancia que proyectaba por las noches. La miseria de las mujeres que vivían en el lugar estaba impregnada en cada pulgada de la casa, en las muescas de los muebles, en los cojines manchados de los sillones, el tapiz desvaído de las paredes y la polvorienta alfombra.

Incluso ella, una de las flores más populares del jardín, lucía seca y falta de vida sin los polvos y tinturas que usaba por las noches. Su cabello rubio era áspero y siempre tenía residuos que la empolvada peluca le dejaban.

Era casi media tarde y pronto tendría que comenzar a prepararse para esa noche, una rutina que llevaba años realizando, tantos que ya no recordaba cómo había sido su vida antes de caer en ese lugar. Observó a las otras flores, estaban reunidas en una sala de la segunda planta, el único lugar en el que tenían permitido estar, aparte de sus habitaciones, cuando no estaban sirviendo a los caballeros que solicitaban sus servicios. El tiempo que pasaban ahí era su único momento de esparcimiento, el cual quedaba reducido a intercambiar cotilleos. La mayoría de los hombres hablaban de más cuando el alcohol les embotaba los sentidos, casi siempre eran rumores sobre otros nobles, cosas que a ellas no les incumbían, pero que les brindaban un poco de solaz. Sobre todo, en los últimos días.

La llegada del dueño del burdel hacía algunas semanas —junto a dos hombres más, del cual uno de ellos se decía era un conde irlandés—, había trastocado el funcionamiento de este y, por lo tanto, sus precarias vidas. Madame Marguerite se mostraba más irascible que de costumbre y no daba margen a equivocaciones, en especial cuando el hombre al que llamaban el Rojo estaba involucrado. También era irlandés, pero lejos estaba de ser un caballero, mucho menos un noble. Por alguna razón se había convertido en su preferida y no tenía más opción que ceder a sus exigencias si no quería que la madame la favoreciera con una de sus «lecciones». Aunque más de una vez se ha planteado que tal vez era mejor recibir las lecciones de la madame que soportar las exigencias y crueldades del hombre en el lecho.

Lis, una de las flores recién plantadas, entró corriendo al salón, llamando la atención de todas las presentes. Se detuvo en medio de la estancia, su respiración agitada demostraba que había venido corriendo todo el camino. Tenía la mano derecha sobre el pecho para intentar contener los latidos acelerados de su corazón.

—¿Qué sucede, Lis? —cuestionó Violette, la flor favorita de la madame.

—Guar-guar-dias, afue-afue-ra

—Habla claro, no se te entiende nada —la reprendió.

Pero ella sí que la había entendido, quizás porque hacía tiempo que esperaba algo así, porque sabía que en cualquier momento su secreto se sabría e irían por ella para castigarla por la desaparición de la condesa de Strathmore y Kinghorne. Por eso no se quedó a escuchar la explicación de la muchacha. Se levantó y salió del salón con toda la rapidez que sus pasos le permitieron sin llamar la atención.

Pronto, los pasillos del Bluebell se llenaron de gente corriendo de aquí para allá, los murmullos especulando acerca de la aparición de la marina real y la repentina desaparición de la madame junto con el dueño competía con el de los tacones de las mujeres sobre el suelo.

Estaba metiendo en una funda de almohada las monedas y joyas que había logrado juntar —a escondidas de madame Marguerite—, desde que aprendió a obtenerlas de los caballeros que visitaban el lugar. La madame administraba las pocas monedas que les correspondían del pago que estos daban por sus servicios pues argumentaba que además de su manutención debían pagar la ropa, maquillaje y joyas que lucían. Al final, les daba unos cuantos chelines una o dos veces al mes. Sabía por qué lo hacía. Era su manera de asegurarse de que nunca tuvieran los fondos para marcharse, y no es que pudieran hacerlo libremente, pero el dinero daba una falsa sensación de seguridad, la ilusión de que si tenían lo suficiente podrían escapar de esa miserable vida. Y madame Marguerite comprendía muy bien que, para su próspero jardín, nada era más peligroso que una mujer con esperanza.

—¡Tenemos que irnos, la marina real vino a arrestar al bastardo de O’Sullivan! —Iris, otra de las flores y a quien podría considerar algo más cercano que un conocido y más lejano que una amiga, entró a su habitación sin detenerse a tocar la puerta.

En otro momento la habría reprendido, pero en las circunstancias actuales poco o nada importaba si la veía guardando sus pertenencias.

—¡Vamos, Cherry, es nuestra oportunidad para escapar! —la urgió cuando la vio de pie, mirándola sin decir nada.

—Tienes razón.

Hizo un nudo en la boca de la funda y luego la metió bajo sus faldas para amarrarla de las tiras de las enaguas interiores. Una vez aseguradas sus posesiones se acomodó las faldas y se apresuró a acompañar a Iris. Ambas mujeres salieron de la alcoba dispuestas a burlar a la marina real y huir para siempre del Bluebell Garden.

 

Lord Strathmore y Kinghorne acababa de apearse del carruaje en la calle Chesterfield cuando su excelencia, el duque de Newcastle, salía del establecimiento.

—Strathmore, no sabía que se había convertido en socio —comentó el duque deteniéndose frente a él.

—No lo soy, excelencia.




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