Castillo de ilusiones: más que amor

Capítulo 5

Frederick se encargó de instalar a Cherry en su casa de la ciudad. No en la que vivían sus padres, sino la que él alquilaba. Strathmore habría preferido que se quedara bajo la vigilancia de sus sirvientes en su mansión, pero con lady Phillipa en la casa era imposible. Las damas de buena familia no se mezclaban con prostitutas.

Partieron ese mismo día a Southampton. Apenas dieron tiempo a los criados de que les prepararan un par de monturas. Fueron solos, sin ningún sirviente que pudiera irse de la lengua respecto los motivos de su súbito viaje. Cherry les informó que lo usual era que a las flores que no se quedaban en el Bluebell las llevaran al Rose Garden, un burdel ubicado en el puerto de Southampton. Otras eran llevadas a Irlanda y unas pocas, las que cumplían con algunas características muy específicas, eran vendidas para ser esclavas de hombres acaudalados.

Esa nueva información casi volvió loco a Kinghorne. La cabaña, propiedad de su majestad, pues estaba ubicada en uno de sus cotos de caza, quedó casi destrozada después de que su cuñado arremetiera contra todo lo que encontrara a su paso; ellos se salvaron por los pelos.

En el camino pararon en un par de posadas, solo el tiempo indispensable para cambiar de monturas. Ahora que sabían la verdad sobre el secuestro de lady Strathmore, ninguno de los dos quería retrasarse más de lo necesario.

Desde el momento en que Cherry les reveló lo sucedido, Greville no había dejado de elucubrar sobre lo mucho que Charlotte debía estar sufriendo.

 ¿Cómo había podido ocurrirle una cosa así a su pequeña hermana? que no hacía ningún mal a nadie? ¿Era el Señor tan injusto para obligarla a pasar por tamaña prueba? Charlotte ni siquiera era capaz de decir una palabra que pudiera herir los sentimientos de alguien, ¿cómo iba a sobrevivir en un lugar como ese?

Imaginarla sometida a toda suerte de vejaciones, soportando que unos malditos depravados la tocaran sin importarles si ella lo deseaba a o no, lo enfermaba.

Apretó la mandíbula, asqueado de sí mismo. Era un hipócrita. Lo sabía bien. Él había sido uno de esos malditos depravados.

¿Cuántas noches no pasó él sirviéndose de los encantos de las flores del Bluebell? ¿Alguna vez se preguntó si Violette o Iris estaban ahí por voluntad propia, si tenían la potestad de decir que no o de abandonar el lugar si así lo deseaban?

Nunca. Ni una sola vez se planteó algo así.

Los burdeles eran tan comunes como las iglesias. Todo el mundo sabía lo que sucedía en estos y también daban por sentado que las furcias eran furcias porque así lo querían, porque abrirse de piernas era más fácil que fregar pisos en alguna casa noble, porque creían que les gustaba el dinero fácil. Era tan cómodo apagar la conciencia y disfrutar de los placeres que les ofrecían.

Atormentado por su conciencia cerró los ojos un momento, deseando poder deshacerse de esos pensamientos que no lo ayudaban en nada. Al volver a abrirlos notó que la distancia entre él y Strathmore era mayor. Estaban a punto de entrar al puerto y Strathmore había espoleado a su propia montura a un ritmo casi inhumano; lo comprendía bien, él también estaba ansioso de llegar. Azuzó a su caballo para que apretara el paso y reducir la ventaja que este le llevaba.

Era media tarde cuando se detuvieron frente a las puertas del Rose Garden. Los caballos exhalaban bocanadas de aires, agotados por el esfuerzo al que fueron sometidos. Lo correcto habría sido que fueran a una posada o a algún establo para que se encargaran de atenderlos, pero la realidad era que lo que menos les importaba en ese instante eran sus monturas.

Apenas desmontaron, Strathmore se dirigió hacia la puerta y golpeó la puerta varias veces con el puño, ignorando por completo la aldaba con la cabeza de un león empotrada en la hoja de madera. Esperó unos segundos, pero no se escuchaba nada al otro lado de la puerta así que volvió a golpear, con más insistencia esta vez.

Habían decidido llegar directamente como si fueran a obtener los servicios del establecimiento, pedirían que les mostraran a todas las «flores» y en cuando identificaran a lady Charlotte, la sacarían del lugar sin importarle las protestas de nadie. O’Sullivan era un prófugo de la justicia, no lo creían tan estúpido para esconderse en otro de sus burdeles, así que no contarían con su oposición. Y aun en el remoto caso de que la tuvieran, Kinghorne estarían encantado. Las cuerdas que durante años habían sujetado su naturaleza violenta se rompieron esa mañana. La ira ardía en sus venas, el deseo de venganza le arañaba el pecho como una bestia hambrienta que ansiaba ser liberada, una que no será apaciguada hasta que haya saciado sus instintos.

—¡Maldita sea, por qué nadie abre! —bramó el conde, desesperado por entrar y recuperar finalmente a su esposa.

—Crees que la marina real haya…

—Hazte un lado, voy a tirar la puerta —interrumpió Kinghorne la suposición de Greville.

—¡Espera! —Frederick lo tomó del brazo para evitar que cargara contra la hoja de la madera—. Tiene que haber otra manera de entrar.

—No me importa, no voy a seguir esperando.

—¿Acaso quieres asustarlos y que huyan antes de que tengamos la oportunidad de comprobar si Charlotte está aquí o no?

Strathmore apretó la mandíbula, el maldito de su cuñado tenía razón. No podía arriesgarse a que eso sucediera.




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