Castillo de ilusiones: más que amor

Capítulo 6

Dover, principios de julio de 1727, año de Nuestro Señor.

Kinghorne haló con fuerza las riendas de su montura para frenar el veloz galope que lo llevó hasta Dover. Tenía varios días de viaje encima, cambiando de caballo cada cierto tiempo y apenas descansando lo suficiente para no caer de este.

Había salido de Londres apenas leyó el mensaje enviado por su cuñado. Poco o nada le importó que en pocas semanas fuera a celebrarse la coronación del sucesor de George I.

Lo había encontrado. Frederick había localizado al bastardo irlandés. Una emoción indefinida corría por sus venas, se sentía eufórico, fuera de sí. Faltaba poco. Apenas tuviera a ese maldito frente a él obtendría la información que necesitaba y luego le cobraría cada penuria pasada por su mujer.

Frederick lo esperaba en un cuartucho ubicado cerca del puerto. Lo primero que vio al detenerse frente a esta, fue al par de fornidos vigilantes que custodiaban la puerta. Desmontó de un salto y se introdujo en el lugar sin esperar a que lo anunciaran ni a sus acompañantes

—Bienvenido. —La voz de Greville sonaba entrecortada y Strathmore notó que no llevaba levita ni chaleco y tenía las mangas de la camisa enrolladas.

Un vistazo al hombre sentado en una silla le hizo comprender el motivo de las trazas de su cuñado. O’Sullivan tenía la cara amoratada, el ojo derecho medio cerrado por la hinchazón y un hilillo de sangre escurría de su ceja izquierda.

—Te advertí que era mejor que hablaras antes de que mi cuñado llegara —comentó Frederick retirándose un par de pasos para darle espacio a este.

Sin perder un segundo Kinghorne fue hasta él y lo tomó de las solapas de la arrugada levita púrpura que vestía, pero no pudo levantarlo debido a que estaba amarrado a la silla. Frustrado lo sujetó del cabello, era pelirrojo y grasiento —cosa no le importo—, como tampoco le importaron sus quejidos cuando le levantó la cabeza para que lo mirara.

—¿Dónde está mi esposa? —La ira apenas lo dejaba formular la frase.

El hombre no respondió. Tenía la mandíbula casi destrozada por los interminables golpes que Greville llevaba propinándole en los días que tenían ahí. Al principio había querido esperar a Strathmore, pero su anhelo por encontrar a lady Charlotte y la rabia que el bastardo le inspiraba fue más fuerte que él.

—Habla, malnacido. Habla si no quieres que te reviente a puñetazos. —Al decir la última palabra le demostró con hechos a qué se refería. El jadeo del hombre fue lo único que se escuchó cuando el puño del conde impactó en su fofo estómago.

—Espera —intervino Greville—, no queremos que se desmaye antes de que nos dé la información que necesitamos.

—¿No ha dicho nada? —pregunto Kinghorne, su mano izquierda todavía sujetaba el cabello de O’Sullivan, pero tenía la cabeza girada hacia la derecha para mirar a su cuñado.

Frederick negó con un gesto de la cabeza.

—Asegura no conocerla.

El conde devolvió su atención al despojo que tenía frente a él.

—¿¡Piensas que vamos a creerte!? ¡Sabemos bien que tú te la llevaste del Bluebell y la metiste en otro de tus malditos prostíbulos!

—No-no-sé —tartamudeó el hombre cuando notó con la poca visión que tenía que su verdugo iba a descargar su ira contra él una vez más.

—La marina real está buscándote, estoy seguro de que estarán más que complacidos porque les entreguemos a un prófugo de la justicia que se atrevió a difamar a un conde.

—Ese mal-dito pira-ta. —La inquina con que O’Sullivan pronunció el insulto a pesar de su mal estado, le dio a Kinghorne un indicio que pensaba explotar.

—Lord Euston tenía mucho interés en que lo atraparan —continuó obviando la mención a su oficio—, tal vez sea mejor que se lo entreguemos a él, ¿no te parece, Greville?

Frederick sonrió.

—El conde estaría muy agradecido.

O’Sullivan observó la mirada llameante que lo acusaba, podía reconocer el deseo de venganza y la violencia en sus ojos. Si no le daba lo que quería iba a acabar con él con sus propias manos. El problema era que no mentía cuando decía que no conocía a la mujer por la que preguntaban, aunque no podía tener la certeza de no estar involucrado en el asunto. A lo largo de los años han desfilado decenas de mujeres por sus burdeles, ¿cómo podría saber a cuál se referían? Si hubiese sospechado que una de ellas era la esposa de un hombre tan importante habría pedido un jugoso rescate. Ambicioso como era, la idea de haber pedido una fortuna por la ineptitud de Marguerite lo enfureció. ¿Por qué no investigó mejor a la mujer?

Y luego estaba el malnacido de Hades. Ese maldito pirata lo había jodido. Por su culpa estaba en tan precaria situación. Si no hubiese robado a sus flores no habría tenido que vengarse y el imbécil de Abercorn no los habría traicionado. Ese maldito conde irlandés los había vendido a él y al Rojo para salvar su pellejo. De no ser por el guardia al que pagaba cada mes —para que hiciera la vista gorda a sus actividades—, lo habrían atrapado en el Bluebell; apenas y había logrado escapar junto a Marguerite. No hubo tiempo de nada más salvo tomar el saco de monedas que ella tenía guardado y que eran las ganancias del mes anterior.




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