Castillos de arena

Capítulo 4

El cielo y el mar se habían vuelto negros. Intentaba esconder el miedo, pero lo sentía hasta en los huesos. El bote nos lanzaba por los aires una y otra vez, y seguía siendo un milagro que aún estuviéramos dentro. Dos insectos diminutos aferrados a una pajilla.

—¡Agárrate fuerte! —gritó Markov cuando otra ola de agua helada nos cubrió por completo.

—Ya lo sé.

—Solo digo que no voy a nadar tras de ti otra vez.

No hacía falta que lo dijera. Tenía claro que caer al agua era una sentencia de muerte. Me aferré con ambas manos al banco y, a escondidas, me limpié las lágrimas que corrían sin control por mis mejillas. Odio el agua. Odio esta misión. Odio a Markov y todo lo que tenga que ver con él.

Entonces cayeron las primeras gotas de lluvia. Gotas pesadas, frías.

Markov alzó la cabeza y abrió la boca, atrapando el agua con la lengua.

—Al menos algo bueno en este día de mierda —murmuró.

En segundos, la lluvia se volvió un aguacero implacable. Y el frío… tan brutal que me castañeteaban los dientes. Del calor sofocante al hielo. Mi cuerpo, quemado por el sol durante todo el día, ahora estaba cubierto de piel de gallina. Quería acurrucarme para entrar en calor, pero la pierna herida no me lo permitía.

—¡Bebe mientras puedas!

Abrí la boca, pero no lograba atrapar suficiente agua así que junté las manos para formar una pequeña copa. Grave error: en cuanto solté el banco, perdí el equilibrio y caí de lado. Justo en ese momento, otra ola golpeó de lleno. El bote se inclinó, y salí disparada al agua.

Me sumergí por completo en la oscuridad líquida. El agua me giró varias veces, como si estuviera dentro de una lavadora. Entré en pánico, totalmente desorientada. ¿Dónde estaba la superficie? ¿Dónde el fondo? Todo era igual de oscuro y denso. Además, me tragué un buen trago de esa agua salada y repugnante. Por suerte, el chaleco salvavidas funcionó y me llevó hacia arriba. Empecé a toser con fuerza, como si estuviera escupiendo hasta los pulmones junto con el mar. Apenas logré tomar una bocanada de aire antes de que el bote me golpeara de lleno en el hombro y me mandara de nuevo al fondo.

Esta vez no podía salir. El chaleco tiraba de mí hacia arriba, pero una y otra vez chocaba contra la panza del bote. El pánico se apoderó de mí. Me debatía entre las olas, sintiendo que el final estaba cerca. Solo un segundo más, y el océano me tragaría para siempre.

Entonces, una mano. Alguien me agarró por la pierna y tiró de mí hacia un lado. Mi cerebro, ya agotado, imaginó sirenas. Ojalá existieran… un príncipe del mar que viniera a salvarme.

Ilusiones.

Lo que en realidad pasó fue aún más difícil de creer: David Markov me había salvado. ¿O estaba alucinando? Me negaba a aceptar que él se hubiera lanzado al agua por mí.

—¡¡EH!! ¡Chiquita! ¿ME ESCUCHAS?! ¡REACCIONA, MALDITA SEA! —me zarandeó por el chaleco—. ¡No te quedes colgada! ¡NO PUEDO AGARRARTE A TI Y AL BOTE A LA VEZ!

Me di cuenta de que todo ese tiempo había estado en shock. Paralizada, con la mirada perdida. Por fin reaccioné. Miré a mi alrededor.

Markov tenía una mano en mi chaleco y la otra en la cuerda del bote. Las olas le daban en la cara, la lluvia no lo dejaba ver, pero no me soltaba.

Intenté nadar, aunque el cuerpo no me respondía bien. El frío me tenía entumecida.

—¡USA LAS MANOS! ¡REMA!

—V-va bien…

Reuniendo fuerzas, empecé a avanzar como podía, a lo perrito, lenta, milímetro a milímetro. Agarré la cuerda y me acerqué al borde del bote.

—¡Sujétate bien! —ordenó Markov. Esta vez no iba a discutir. Asentí.

—Te suelto.

Me soltó y se subió al bote.

—¡Dame la mano! ¡NO TE MUEVAS MUCHO O VOLCAMOS! ¡Con cuidado!

Me da vergüenza admitirlo, pero en ese momento perdí el control. Grité, lloré, le recé a Dios. No sé cómo lo hizo, pero Markov logró subir mi cuerpo al bote. Quizás tuvo ayuda divina.

—Gracias… —murmuré, obligándome a ignorar mi orgullo—. Si no fuera por ti…

—Aguanta. Te lo dije… —fue todo lo que dijo antes de dejarse caer, agotado.

Yo tampoco tenía fuerzas. Cerré los ojos, me abracé al banco y me quedé ahí, temblando.

—Tenemos que achicar el agua. Cuando te repongas, empieza con eso.

—Está bien…

—La lluvia calmó el viento. Las olas van bajando. Creo que lo peor ya pasó.

—¿Estás tratando de tranquilizarme? —pregunté, sin poder ocultar la sorpresa.

—Más bien de tranquilizarme a mí mismo.

—Sigue. Me sirve.

—Lo importante es aguantar hasta el amanecer. Después será más fácil.

—¿Fácil en qué sentido?

Markov se encogió de hombros.

—Hará más calor.

—Tal vez… cuando amanezca vuelvan a buscarnos.

—Tal vez.

La lluvia golpeaba el plástico del bote. Y, por alguna razón, ese sonido junto a las olas empezó a sonar como una canción de cuna. Me di cuenta de lo agotada que estaba.

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En el texto hay: humor, aventuras, muy emotivo

Editado: 22.05.2025

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