Castillos de arena

Capítulo 5

David

Cinco años atrás

Había billetes de cien dólares por toda la habitación. Una alfombra entera hecha de dinero. Jamás imaginé que lograría ganar tanto. ¿Será este el inicio de la nueva vida con la que tanto soñé? Pero… ¿por dónde empezar? ¿En qué gastar, dónde invertir, cómo guardarlo sin levantar sospechas?

Alguien golpeó la puerta. El corazón se me fue a los pies. Primero pensé: ¡la policía! ¡Claro! No se puede robar el Museo Nacional y salir ileso. Seguro había más cámaras de las que calculé. ¡Maldita sea!

—¿Quién es? —pregunté mientras apuradamente recogía los billetes—. Estoy ocupado.

Los metí en una mochila, que luego empujé debajo de la cama con el pie. Mal escondite, pero no tenía tiempo para algo mejor.

—¡David, soy la tía Raya! —escuché la voz de la vecina. No me relajé de inmediato. ¿Y si no estaba sola?

—¿Qué necesita?

—¿Vas a abrir o qué?

—Estoy… acompañado.

—¿Otra vez ese amigote tuyo? Dile que si vuelve a fumar en la cocina, le hago tragar todas las colillas.

—Sí, señora… ¿Eso es todo?

—No. Te recuerdo que hoy te toca limpiar el pasillo. ¡No te hagas el loco!

—Claro.

Escuché sus pasos alejándose en pantuflas. Cerré los ojos y solté el aire. Todo bien. Nadie me sigue. Solo tengo que calmarme. La paranoia me va a matar antes que la policía. El golpe ya está hecho. Ahora toca seguir adelante.

Hoy

El peor día de mi pecadora vida había terminado… solo para dar paso a uno aún más miserable. Sabía que la vida me iba a cobrar factura algún día, pero esperaba pagar en la vejez, no ahora. La pectoral, mi tesoro más preciado, fue robada. Mi adorada yate, hundida. Estoy en medio del océano sin comida ni agua.

Pero lo peor no es eso. Lo peor es la compañía con la que voy a morir de sed: una policía, y encima la misma que me arruinó la vida durante años. ¿Por qué no naufragué con una escort? Al menos sería más amable. Obvio que no tendría fuerzas para nada íntimo, pero esas chicas sabían sonreír sin amenazarme con armas. Ojalá no las hayan eliminado como testigos…

En fin. No hay elección.

—¿Qué miras? —saltó la tombita apenas bajé la vista. Estaba hecha un desastre. La piel roja de quemaduras, los labios partidos, el pelo como una pelusa enredada. Pero lo que más me preocupaba era su pierna. Hinchada, casi inmóvil. Podría revisarla, pero no aquí. Al menos haría falta una superficie firme.

—Pensaba… que si esto sigue así, pronto tendremos que tomar decisiones extremas.

Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Qué estás insinuando?

—Evaluando qué parte tuya comería primero… y cuál dejaría para después.

—¡¡Estás enfermo, maldito!! —gritó, ronca por la sed—. ¡Si te acercas, te arranco la cabeza con mis propias manos!

Miré al cielo.

—Era broma… ¡Broma!

—Pues yo no bromeo.

La sed me estaba matando. La lluvia apenas me calmó por un rato, pero pronto volvería el calor. Me quité el chaleco salvavidas y lo puse sobre mi cabeza para hacer un poco de sombra. Me tumbé mirando al cielo.

—¿Quién crees que se muera primero? —le pregunté.

—Tú —respondió sin dudar—. A mí me van a rescatar.

—Si es así, prométeme que llevarás mi cuerpo a casa. Quiero que me entierren en mi tierra.

Ane se echó a reír.

—Mira quién se nos volvió patriota justo antes de morir.

—Siempre amé a mi país.

—Si fuera cierto, no habrías robado su patrimonio cultural. Cuando mueras, te tiraré al mar como alimento para tiburones —rió aún más fuerte.

—Intento tener una conversación civilizada, ¡pero tú sigues siendo insoportable! Y ríes como una gaviota histérica.

—No me reí.

—¡Claro que sí!

—No fui yo.

¿Alucinaciones?

—¿Pero tú lo oyes? ¡Otra vez! —me puse de pie.

Ane giró la cabeza.

—¡Mira! —señaló al lado izquierdo del bote.

—¡Es una gaviota! —grité, feliz de ver un ave flotando a unos treinta metros.

—No, es un cormorán.

—¡Da igual! ¡Lo importante es que podemos comérnoslo! —saqué el revólver y apunté.

—¡No dispares! ¡No lo entiendes! —sus ojos se iluminaron—. Si hay un cormorán, significa que hay tierra cerca. Esos pájaros no vuelan tan lejos del continente.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—No sé… ¡Pero lo creo!

—Genial, eso da muchísima confianza…

—¡Cállate y mira alrededor!

Guardé el arma y me puse a buscar con la vista. El sol me cegaba, era difícil distinguir algo… pero al girarme, lo vi.

—¡Maldita sea! ¡Tenías razón! ¡TIERRA!

A lo lejos se dibujaba una mancha borrosa. Al principio parecía un barco enorme, pero al enfocar… eran colinas verdes.

—¿Estás segura? —preguntó Ane, sin poder incorporarse.

—Sí. La corriente nos lleva justo hacia allí. Si el viento no cambia, en un par de horas estaremos cerca.

—Por fin… —cerró los ojos, y aunque quiso ocultarlas, vi sus lágrimas de alivio. Incluso a mí me daban ganas de llorar.

—Lástima que perdimos los remos.

—Se fueron con la explosión. Da gracias que aún tenemos el bote.

Yo también quería pisar tierra firme. Sentía que habíamos estado en el mar durante siglos. Me senté en el borde y empecé a remar con la mano. No servía de mucho, pero no podía quedarme quieto.

Con el tiempo, Ane también logró ver la costa.

—Parece una isla.

—Debe ser algún resort exclusivo para ricos que odian vacacionar con simples mortales —dije. Aunque ni yo con toda mi plata me iría a un lugar así.

—Cuando llegue, iré directo a un restaurante. Pediré un filete enorme, jugoso, con papas al horno.

—Y yo… ¡un balde de agua con hielo! ¡Lo juro, un balde entero!

—Después iré al médico para que revise mi pierna —añadió Ane—. Y luego contactaré a la policía local para entregarte.

—Para entonces yo ya estaré lejos.

—Te doy una hora de ventaja. Por buen comportamiento. Pero me devuelves mi arma.



#1382 en Novela romántica
#424 en Otros
#29 en Aventura

En el texto hay: humor, aventuras, muy emotivo

Editado: 22.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.