Castillos de arena

8.1

Encender una fogata resultó más difícil de lo que parecía. No tenía ni idea de cómo hacerlo. Miraba de reojo a Markov, que jugaba a ser cavernícola con dos palos: los frotaba, los golpeaba, luego los lanzaba al suelo mientras soltaba maldiciones. Un espectáculo patético.

Yo había recogido hojas secas y ramitas, cavado un pequeño hueco con un pedazo de corteza y lo rodeé con piedras. Desde fuera parecía que tenía un plan, pero en realidad… eso era todo. Me senté junto a ese círculo de piedras y me quedé pensando. Sin fuego, lo pasaríamos muy mal, especialmente por la noche. Aunque no tuviera techo, al menos una fogata me mantendría caliente cuando me castañetearan los dientes.

Para colmo, estaba casi desnuda. En sujetador y bragas, me sentía completamente expuesta. Al menos Markov tenía pantalones y camisa. Yo tenía que andar casi como vine al mundo. El cuerpo me ardía y me picaba. Las tiras del bikini me rozaban tanto que ya no sabía cómo atármelas para que no tocaran las zonas más quemadas.

Fuego… ¿Por qué el océano no pudo arrojar un encendedor o una lupa? No me gusta recordar mis años oscuros, pero de niña, con una lupa solíamos quemar insectos. Tiempos sombríos… mejor hubiésemos estado con un teléfono móvil, como los niños de ahora.

—¡Maldita sea! —gritó Markov otra vez—. ¡Me hice daño!

Levantó la mano para mostrar la sangre en la palma.

—Pobrecito… ¿quieres que te lo bese? —bufé.

—No, no quiero que me infectes la herida con tu veneno.

¡Qué imbécil! Me di la vuelta para no verlo y seguí pensando en cómo encender fuego. Tenía ramas secas, un trozo de plástico afilado, un par de bolsas y una botella con agua. Nada útil. Aunque…

Una idea me golpeó como un rayo. La probabilidad de éxito era casi nula, pero igual me animó.

No tenía lupa, pero ¿y si improvisaba una? Tomé la bolsa más limpia, la llené de agua y la até, formando una especie de esfera. ¡Una lente! Podría concentrar los rayos solares igual que una lupa.

La acerqué al nido de hojas secas. Mientras buscaba el mejor ángulo para atrapar la luz, la bolsa se rompió. El agua empapó todo y arruinó el intento.

Reprimí una maldición y empecé de nuevo. Mientras trabajaba, noté que las almejas que había comido no habían calmado el hambre. Al contrario: el estómago me daba vueltas.

—Si hago fuego, me prepararé un pescado… —me repetía en voz baja.

Y ni siquiera tenía un pescado. Pero prometerme comida siempre fue mi mejor motivación.

Recolecté más algas, ramitas y armé otra fogata. Con los restos del plástico hice otra esfera con agua. La acerqué cuidadosamente al punto de ignición.

Pero una sombra tapó el sol.

—¿Qué haces? ¿Leyendo la fortuna en una bola de agua? Sabía que eras bruja.

—¡Fuera de aquí! ¿Olvidaste la frontera?

—¿En serio, qué haces?

—Intento hacer fuego.

—¿Con eso? —se rió—. No pierdas el tiempo, no funcionará.

—¡No te pedí consejo! ¡LÁRGATE!

Markov obedeció y dio un paso al lado, pero el sol ya se había escondido tras una nube. Tuve que esperar.

—¿Y tú qué haces aquí? —pregunté, irritada, sentándome en la arena.

—Nada… me aburría. Por cierto, mi mano ya está bien, gracias por preguntar.

—Genial. Ahora lárgate.

Él me miró fijamente.

—Tienes los hombros tan quemados que te han salido ampollas. ¿Lo sabías?

—Sí.

—Deberías evitar el sol. Así empeorará.

—Si tanto te preocupa, regálame tu camisa.

—Si te portaras mejor, tal vez lo haría. Pero en este caso… te la puedo cambiar por algo.

—¿Y qué quieres a cambio?

Markov se rascó la barbilla.

—¿Qué tienes?

—Una bolsa y un cuchillo improvisado.

—Nah. Te la cambio por algo de comer… o mejor: un masaje.

—¡Eres un cerdo!

—Para mí, es un precio bajo por la única camisa de esta isla.

Él solo quería humillarme. ¿Desde cuándo una policía masajea a un detenido?

—No necesito tu camisa.

—Bueno, tú misma. Pero cada día valdrá más. Y quién sabe, en una semana quizás hagas más que masajes…

—¡VETE ANTES DE QUE TE MATE!

Cuando se fue, me temblaban las manos de rabia. ¡Maldito idiota!

El sol volvió a salir. Tomé mi lente casera y comencé a buscar el ángulo ideal. Al principio no pasaba nada. Me dolía la espalda de estar agachada tanto tiempo.

Pero entonces… vi una pequeña columna de humo. Me acerqué para asegurarme de que no era polvo. ¡Era humo real!

Contuve la respiración. Eché más algas encima, las calenté con la lente, y el humo creció. Soplé con cuidado. Empezó a arder. Las emociones me abrumaron y se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Vamos… por favor…

Soplé más. Agregué ramitas delgadas como fósforos, protegí el fuego del viento… ¡Y funcionó!

En ese círculo de piedras nació una fogata, chiquita, del tamaño de mi palma. Pero mía.



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En el texto hay: humor, aventuras, muy emotivo

Editado: 22.05.2025

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