— ¡Markov! ¡DESPIERTA! — gritó Anna sobre mi cabeza.
Me estiré con la lanza en la mano. ¿Qué? ¿Una lanza? Mierda… ¿Cómo pude quedarme dormido durante la guardia? Juraría que me había mentalizado, que me había lavado con agua fría, que había caminado por la orilla. Todo estaba bajo control… al menos hasta que me senté bajo el árbol. Solo por un minutito.
— Como excusa solo puedo decir que lo siento mucho —murmuré, dándome la vuelta sobre la espalda.
— Lo sientes, claro…
Al fin me obligué a abrir los ojos. Lo que vi frente a mí era una mezcla entre placer visual y tortura. Anna llevaba mi camisa, lo cual ya de por sí resultaba bastante sexy. Una camisa blanca de lino sobre su bañador rojo: la fantasía erótica de cualquier hombre cuerdo. Pero decidió rematarme quitándose el sujetador. Ahora, la cuerda de él servía como improvisada liga para el cabello, sujetando su larga trenza.
Cuando noté que la tela era algo translúcida, una sonrisa se dibujó sola en mis labios. Con cada movimiento de ella, distinguía claramente el contorno de sus pezones rosados. Dos frambuesas dulces y maduras.
— La frambuesa es mi fruta favorita —solté medio dormido, sin saber ni por qué.
— Qué dato tan relevante…
— ¿Estás enfadada?
— ¿No se nota? —cruzó los brazos a la altura de la cintura.
— No te enfades, por favor. No ha pasado nada grave.
— ¿Seguro? —asintió con la cabeza en dirección a la ofrenda de ayer.
No entendí al instante a qué se refería. Me incorporé. El cuerpo me dolía como el de un anciano achacoso. Cada día era igual… Si no fuera por la chica, estaría quejándome sin parar, pero así me forzaba a fingir que todo estaba bien.
— ¿El señor Incógnito vino?
— Y no solo vino… Nos dejó un mensaje bastante elocuente.
Me acerqué al lugar donde había dejado el obsequio para el visitante. Al ver lo que había allí, un escalofrío me recorrió la espalda. Todo estaba destrozado. Una papaya aplastada y esparcida en todas direcciones, de la otra faltaban mordiscos; los dátiles, también mordisqueados, estaban tirados a varios metros.
— ¿Crees que con esto quiso decir que no habrá ninguna amistad entre nosotros?
— No hay duda.
— Al menos no nos mató mientras dormíamos…
— Si alguien hubiera hecho bien su turno de guardia, no tendríamos que depender de la suerte.
— Anna, ya me disculpé. ¿Qué más quieres de mí?
— Un poco de responsabilidad.
— Para la próxima noche me prepararé mejor —dije, mientras me rugía el estómago—. ¿Ya desayunaste?
— No, no hay nada.
— Yo tampoco…
— ¿Y tu mano? —cambió de tema. Sabía que le costaba hacerlo, pero agradecí que en vez de seguir echándome en cara todo, intentara ahora mantener una conversación normal.
Hasta que lo mencionó, ni pensaba en la mano. Pero al mirar el vendaje, vi que se había pegado a la herida, y la sangre seca manchaba la tela.
— Bien —dije, conteniendo el inicio de un ataque de pánico.
— Hay que lavarla y poner una venda nueva —decidió—. Vamos, yo lo haré. No quiero que vuelvas a desmayarte.
— Qué atenta eres…
— Ay, cállate ya.
Nos acercamos al agua. Me senté en una piedra que sobresalía un poco del mar. Le tendí la mano, apartando la vista para no ver lo que hacía.
— Bueno… no está tan mal —dijo, girando mi muñeca—. Mantenla en el agua.
— ¡Arde! —grité apenas la sal tocó la herida.
— Aguanta —me sujetó la muñeca con ambas manos para impedir que la sacara. Por suerte, el agua estaba fría, y eso aliviaba un poco el suplicio—. La próxima vez que mires mis tetas, te meto un puñetazo, ¿entendido?
¡Vaya declaración!
— Estoy intentando no mirar —admití sinceramente—. Era más fácil cuando llevabas la ropa seca, pero ahora que la camisa está mojada, y… ¿Tienes novio?
— Mi vida personal no te incumbe.
— Entonces no tienes —sonreí satisfecho—. Por si te interesa, yo también estoy soltero.
— No me interesa.
— ¿Por qué no? ¡Soy el mejor chico de esta isla! Podríamos…
— No podríamos.
— La naturaleza no se engaña. Tarde o temprano, tú misma lo desearás.
— Shhh… —se llevó un dedo a los labios.
— Me parece un tema importante.
— Cállate.
— Pero deberíamos…
— ¡Calla, Markov! ¡Veo un pez! —se quedó inmóvil. Por fin me atreví a mirar mi mano y casi me caigo de la piedra al ver que justo al lado nadaba un pez enorme, del tamaño de una carpa.
— Lo atrajo el olor de tu sangre.
— Genial —puse los ojos en blanco.
— Qué pena que no tengamos la lanza… No te muevas, que se acerque más.
— ¿Y si me muerde?
— Será un sacrificio noble.
— ¡Al cuerno con la nobleza! ¡Necesito mis dedos!
Pero Anna no me escuchaba.
— Nunca he pescado con las manos…
— No funcionará. Se te va a escapar.
— Entonces, ¿qué hacemos? —se mordió el labio, pensativa—. ¿Y si uso la camisa?
— ¡Brillante idea! —me alegré, esperando un pequeño striptease.
— Cierra los ojos —dijo, desabrochando los botones.
— No hace falta…
— ¡Ahora! —insoportable. ¡Ni siquiera me deja disfrutar esos pequeños placeres!—. Y ni se te ocurra espiar.
No tenía elección. Las tetas son maravillosas, claro, pero un pez fresco para el desayuno… eso sí que no tiene precio.
— ¿Cómo va eso? —susurré, sin atreverme a mover ni un dedo, por si el pez pensaba que eran gusanos gigantes.
— No molestes —respondió concentrada—. Estoy haciendo una barrera con la camisa para bloquearle el paso hacia lo profundo.
— ¿Y después?
— No sé.
No quería que perdiéramos esa presa tan jugosa. Me moría de ganas de ayudarla, porque, al fin y al cabo, ¿quién sabe más de pesca que los hombres? ¿No?