Catarsis perdida

Capítulo 4

Los días parecían haberse deslizado como un suspiro, y al final, el tan esperado día de mi salida del hospital llegó. Mis ojos, cansados de la luz artificial de la habitación, se abrieron con una mezcla de emoción y alivio cuando me dijeron que ya era hora de irme. El sol brillaba fuera de las paredes frías y blancas del hospital, y el azul del cielo parecía prometerme una nueva oportunidad. Había pasado tanto tiempo entre esas paredes grises que no podía esperar para sentir la calidez del sol sobre mi piel y respirar aire fresco. A pesar de que mi cuerpo aún se encontraba adolorido y mi herida, una cicatriz que se extendía desde mi abdomen hasta el inicio de mi pelvis, seguía sanando lentamente, lo único que quería era salir de ese lugar.

El dolor físico era solo una parte de lo que me agobiaba. Esa cicatriz, esa marca en mi piel, me causaba un temor profundo. Me imaginaba caminando por la calle, con las miradas curiosas de las personas sobre mí, y cómo esas miradas se llenarían de juicio y rechazo cuando descubrieran lo que había sucedido. ¿Qué pensarían de mí cuando vieran esa cicatriz tan horrible? ¿Me rechazarían, me mirarían con lástima? La idea me aterraba.

De repente, una mano cálida rodeó mi cadera, interrumpiendo mis pensamientos. Unos labios se posaron en mi cabeza, suaves y reconfortantes. Era Louis, mi padre. Sentí una oleada de calidez al instante. Al levantar la vista, sus ojos azules se encontraron con los míos, reflejando el mismo tono celeste del cielo en ese momento. Me sonrió de una manera tan cálida, tan llena de amor, que mi corazón se calmó por un instante.

—Me alegro mucho de que ya te dieran salida, cariño—dijo, su voz llena de ternura mientras pasaba sus dedos por mi cabello, revuelto por el descanso y las horas interminables de hospital—. Quiero llevarte a comer esta noche, pasar un tiempo agradable con mi hermosa hija.

Las palabras de mi padre, siempre llenas de amor y de esa protección que solo él sabe darme, me hicieron sentir especial. Siempre había sido tan cariñoso conmigo, tan atento a cada uno de mis estados de ánimo. Mi padre era la única persona con la que podía contar sin dudar, la única que siempre estaba allí, sin importar las circunstancias. En comparación con Sophia, que, a pesar de su belleza y presencia, siempre parecía distante y fría, papá era mi refugio.

—Yo también quiero estar a tu lado, papá— respondí, mi voz suave pero sincera. Estaba feliz de estar junto a él, de poder compartir ese momento de libertad después de tanto tiempo atrapada en una habitación.

Con una sonrisa, él me ayudó a levantarme de la cama. Caminamos hacia el automóvil y, al abrir la puerta, vi a Sophia esperando en el asiento del conductor, con una sonrisa que parecía un poco más calculada que genuina. Mi madre, siempre tan elegante, siempre tan perfecta. Su melena rubia caía en suaves ondas hasta la mitad de su espalda, como una cascada de luz que resaltaba en su rostro fino. Sus ojos verdes brillaban con un resplandor enigmático, y su nariz, perfectamente recta, solo añadía a su belleza etérea. No era una mujer alta, pero su figura, delgada y esbelta, siempre había sido su carta de presentación. Yo, por otro lado, no sabía exactamente de quién había heredado mis ojos marrones. Mi madre siempre me decía que mi abuela Abby los tenía iguales, aunque nunca la conocí, ni siquiera en fotos. Todo lo que sabía de ella eran las historias que mi madre contaba, pero no me quedaba claro si esas historias eran realmente sobre ella o solo recuerdos idealizados de lo que nunca llegó a ser.

Al sentarme en el auto, sentí una extraña desconexión con Sophia. A pesar de que estaba allí, esperándonos con esa sonrisa casi perfecta, no podía dejar de sentir que había una distancia entre nosotras. Quizás era por lo que me había pasado, o tal vez simplemente porque nunca había tenido esa cercanía con ella. Siempre había sido más cercana a papá, él siempre había sido quien me entendía, quien veía más allá de las apariencias. Sophia, por otro lado, siempre había estado tan ocupada con su vida, con sus propios intereses, que yo siempre me había sentido un poco invisible a sus ojos.

—¿Listos para comer? — dijo Sophia con su tono suave, pero casi con una chispa de algo que no supe identificar. Tal vez solo era mi paranoia, tal vez solo me afectaba estar tan vulnerable.

—Claro— respondió Louis, dándome una sonrisa cálida antes de arrancar el auto.

Mientras comenzábamos el viaje, me perdí en mis pensamientos. A pesar de la alegría de salir del hospital, de ver el cielo azul y sentirme libre por fin, una parte de mí seguía atrapada en el miedo. El miedo a lo que vendría. El miedo a la cicatriz, a las miradas, a lo que la gente pensaría de mí. Pero, por otro lado, sabía que tenía a mi padre, y eso era lo único que realmente importaba.

Llegamos a casa, y apenas entré, mi cachorro salió corriendo hacia mí, saltando de emoción, moviendo su pequeña cola a toda velocidad. Me hizo sonreír, a pesar de que todo mi cuerpo pedía descanso. Intentó subirse encima de mí, pero papá y Sophia lo detuvieron rápidamente, diciéndole que no podía lastimarme las heridas. Mi pequeño, siempre tan cariñoso, me miró con esos ojos brillantes como si me entendiera, y se quedó cerca de mí, esperando pacientemente para recibir mis caricias.

—Te has portado bien, mi amor— le dije en voz baja, acariciando su cabeza. Me sentí aliviada al verlo, el único que parecía ser capaz de sacarme una sonrisa genuina en medio de tanta incertidumbre.

Papá me ayudó a subir las escaleras hacia mi habitación. A pesar de estar agotada, había una sensación de libertad al estar en mi propia cama, lejos de las camas frías del hospital. Todo aquí me parecía más acogedor, más cálido. Cuando entré a mi habitación, mi mente solo pensaba en descansar, pero me di cuenta de que no podía seguir postergando más el momento de arreglarme. Necesitaba sentirme mejor conmigo misma.

Decidí tomar una ducha larga. El agua caliente recorrió mi cuerpo, aliviando los dolores que las cicatrices de mis heridas me causaban. Pero mientras me sumergía en el silencio de la ducha, mis pensamientos no paraban. Aún tenía miedo de lo que vendría, de cómo me verían los demás, y de cómo mi cuerpo había cambiado. La cicatriz en mi abdomen me lo recordaba cada vez que me miraba en el espejo.




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