Hay un indígena a cada ciertos pasos verificando que todas las personas junto con animales vallan a salvo y si alguien llega a caerse o resbalar ellos lo ayudarán. Cuando ya los últimos de la multitud van pasando el guardia allí de pie corre hasta encabezar la fila y así se hace un sistema de seguridad para que todos lleguen bien librados. Llevan corriendo demasiado y el despiadado fuego se consume los bosques y los prados sin discriminar. Por alguna razón el grupo de animales donde va Gian va de último por el retraso de hace unos momentos. Una anciana está sentada a un lado del camino justo en la mitad donde están los dos guardias, Unika mira a la señora porque quiere ayudarla pero en su lomo lleva a Naifas el perezoso, entonces voltea a mirar a Gian y el comprende, entonces se dirige hasta ellos y le dice a la señora: “Súbete”, pero solo logra asustarla y Unika rueda los ojos.
— Ella no te entiende — dice Naifas y Gian se angustia. Entonces un foco se enciende en su mente y se posa en frente de ella y se agacha un poco, la señora comprende lo que el siervo le intenta decir.
— Eres un buen muchacho — le dice la anciana sonriendo e intenta subirse pero le es muy complicado, entonces Unika se arrodilla para servir como peldaño y aun así no se puede subir.
— ¡Eloísa! — grita Unika y la aludida se sube sobre Gian y enreda su cabeza en los cuernos de este para luego enrollar a la señora por la cintura y sentarla en el lomo del siervo.
— Vamos, ¡Caminen! — Grita un guardia en la lengua indígena mientras ve como se encienden los arboles a unos cuantos metros de ellos.
Los últimos corren porque el fuego ya les va pisando los talones, los guardias ayudan a llevar a ancianos y niños pero justo ahora no hay más remedio que cruzar el rio para así poder quedar a salvo del incendio y llegar bien librados a las colinas del norte. Aunque el rio le llega a la mitad al cacique para algunos animales es un inconveniente pero se las arreglan para pasar a todos los animales pequeños como la norma indígena lo dice: “Por cada persona a un lado del rio un animal en canasto”. Es como todos pueden pasar al otro lado, pero de últimos vienen Unika y su grupo, Eloísa pasa como si nada por el río, Auden pasa en un canasto pero Naifas es muy grande para caber allí entonces Unika tiene que llevarlo, por encima del agua solo se ve la cabeza de la siervo y la del perezoso quien se sostiene de las orejas de ella más aun así pasan con ayuda de los guardias. Allí está Gian, quien aun siendo un animal no supera su temor al agua, los guardias le gritan al siervo porque pronto va a llegar el incendio hacia donde están pero el cacique manda a dos guardias a que traigan a la anciana porque el siervo no quiere pasar. Así pasa y Gian se queda en la orilla del río.
“Debería morirme de una sola vez”, se dice Gian viendo como viene hacia él la enfurecida llamarada. “Pensé hacer de este un país de Orden y Progreso pero acabé con la mitad de la selva ¿En qué rayos estaba pensando?”, vuelve a decirse Gian con los ojos hechos cristal.
“¡Gian!”, grita Unika a la otra orilla del río “Nosotros si queremos saber “el por qué”.
Gian cae en la cuenta y piensa en que es verdad lo que ella dice, no se le dio una nueva oportunidad para que venga a morir de ese modo. En esta vida tiene que componer lo que dañó en su vida pasa, entonces en un impulso de valentía Gian se lanza al rio justo antes de que las feroces llamaradas reclamaran su vida. El río está un poco corrientoso y el siervo empieza a ir en la dirección opuesta. “¡Nada Gian!”, gritan los animales en coro lo cual le da más valor de imponer sus cascos en las rocas del río como si fueran anclas y con mucha fuerza salir de ese lugar. El siervo cae rendido a la húmeda arena de la orilla del otro lado del rio pensando en que es la mejor sensación de la vida respirar cuando la esperanza estaba perdida.
— ¡Casi que no la libras hermano! — Grita Auden la ardilla y todos voltean a verlo con desaprobación — Ya, perdón. Perdón.
Justo cuando Marshall se levanta y bordea el escritorio de la recepción Ligia simplemente decide que no va a morir en manos de nadie, de modo que toma uno de los palitos chinos que tiene en su cabello y se lo acomoda en la vena orta y es cuando empieza a ahogarse con su propia sangre y sumiéndose en su dolor deja de respirar antes de que la primera dama se le acerque. Marshall ahoga un grito de impotencia al no haber podido deshacerse de la recepcionista con sus propias manos “Recojan eso”, le dice ella a su escolta y empieza a subir las escaleras. Cuando ella va en el pasillo los recuerdos empiezan a atacarla y se vuelven insidiosos, recuerdos como cuando ella estaba llorando bajo la lluvia y Amalia llegó con una gran sombrilla y un abrigo a cubrirla de la gélida noche. O la vez que lloraron cuando la tienda de “Rossette” cerró y ambas sentían como si se perdiera la etapa de la adolescencia en sus vidas. “Sal de mi maldita cabeza”, le dice Marshall a quien quiera que sea. Cuando abre la puerta del consultorio no se escucha nada porque la esotérica está meditando frente a su altar.