“La sangre hace hermanos. La lealtad los convierte en leyenda.”
―Tegan Evander
La lluvia caía con furia, como si el cielo desahogara su cólera sobre ellos. Las gotas golpeaban sin piedad el rostro de Diana, heladas y afiladas como cuchillas. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío que calaba hasta los huesos, sino por la tensión que se apoderaba de cada músculo.
Giró lentamente la cabeza hacia la derecha, buscando la mirada de Chase. Pero él tenía los ojos cerrados, la mandíbula apretada. Su respiración era entrecortada. Estaba inmóvil sobre el tronco resbaladizo, como si necesitara reunir todo el coraje posible para mantenerse en pie un poco más.
Luego giró a la izquierda. Jasper estaba igual: inmóvil, empapado, con la mirada perdida y los labios temblando. Su expresión oscilaba entre el desconcierto y la obstinación. Diana tragó saliva. No podía contar con ellos ahora; estaban tan al límite como ella.
Entonces miró al frente.
A apenas unos metros, bajo una gran sombrilla negra que apenas lograba detener la furia de la lluvia, su abuela Cyrene los observaba. Su figura era rígida, imperturbable. El rostro serio, casi severo, pero no cruel. Había algo más allí, escondido detrás de sus ojos grises: expectativa, determinación… y una pizca de curiosidad.
Diana apretó los dientes. La piel le ardía, el barro le cubría las piernas, y la corriente amenazaba con arrastrarlos en cualquier momento. Pero comprendió, en lo más profundo de su ser, que no había regreso. No después de todo lo que sabían. No después de la partida de su padre.
—¡Esto es absurdo! —gritó Diana, la frustración desbordándosele por la garganta.
Las gotas de lluvia le caían en los ojos, pero no sabía si lo que sentía quemar en su rostro era el agua helada o el enojo hirviendo bajo su piel.
Cyrene no se inmutó. Ni una sola arruga en su rostro se movió. Solo alzó ligeramente el mentón y la miró con una intensidad que cortaba el aire como una hoja afilada.
—Concéntrate, Diana —dijo en voz baja, pero con una firmeza que se sintió más fuerte que cualquier grito.
Diana apretó los puños. Sus uñas se clavaron en las palmas de sus manos. No sabía si quería llorar, gritar o simplemente rendirse. Pero la mirada de su abuela seguía ahí, firme, clavada en ella.
Agachó la mirada, incapaz de sostener el peso de sus propios pensamientos. Había pasado una semana desde la partida de su padre, pero para Diana el tiempo parecía haberse deformado: los días se alargaban, y las noches eran demasiado cortas.
Desde entonces, la abuela Cyrene no había perdido ni un instante. Con la frialdad que la solía caracterizar, les reveló la verdad que cambiaría sus vidas para siempre: Eran parte de un linaje antiguo, una estirpe de cazadores de brujas… la Orden de los Cazadores de Leyendas.
Todo aquello le parecía absurdo. Y sin embargo, allí estaba ella, empapada bajo la lluvia, obligada a entrenar sobre un tronco resbaladizo, mientras su abuela —una mujer que hasta hacía poco creía simplemente estricta— revelaba, sin emoción alguna, que su familia llevaba generaciones enfrentando criaturas que solo existían en los libros.
Diana apretó los dientes. No sabía si estaba enojada por la verdad, por la forma en que se la dijeron, o por haber vivido tantos años en la ignorancia.
—¡Suficiente! —escupió Diana, la voz rasgada por el cansancio y la rabia. Sin pensarlo dos veces, se lanzó del tronco con un salto torpe, salpicando barro y agua a su paso—. Me largo.
Chase y Jasper abrieron los ojos de golpe, atónitos. El brusco acto de su hermana los sacó de la concentración, congelándolos en su lugar. La vieron avanzar, empapada, con el cabello pegado al rostro, los puños apretados y los pasos firmes y decididos.
Diana no se detuvo hasta quedar a escasos centímetros de su abuela. Su respiración era agitada, su pecho subía y bajaba como si contuviera algo que estaba a punto de romperse.
Cyrene la miró con serenidad. Bajo la sombrilla, su figura parecía inalterable, como si ni la lluvia ni el vendaval pudieran moverla. Su voz, cuando habló, fue tranquila… pero inapelable.
—Regresa.
—No pienso hacerlo —replicó Diana con los ojos encendidos—. Estoy harta, ¿me oyes? Harta de correr por el bosque antes de que amanezca, de leer esos libros viejos y polvorientos cada tarde, de entrenar hasta que no siento los brazos. Estoy harta de todo esto.
Un silencio tenso se instaló entre ambas. Cyrene la sostuvo con la mirada, sin parpadear. Y entonces lo vio. Lo que realmente estaba ahí. No solo enojo. No solo desafío. Miedo.
Un destello en los ojos azules de su nieta, apenas visible, pero presente. Miedo a lo desconocido.
—Vuelve al tronco —insistió la abuela, su voz apenas más baja, pero cargada de peso—. Es tu deber aprender.
Diana retrocedió un paso. No por sumisión, sino como si esas palabras la empujaran desde dentro.
—¿Sabes, abuela? —murmuró con la voz quebrada—. Cuando llegamos aquí pensé… pensé que al menos podríamos tener una vida normal. Aunque mamá ya no estuviera… creí que al menos nos quedaría eso. Pero esto... esto es mucho peor. Nos arrebataron todo y ahora esperas que me convierta en algo que no pedí ser.