“La caza no es un acto de venganza, sino de equilibrio. No perseguimos sombras por odio, sino por deber”
― Gerard Evander
La noche olía a tormenta y secretos. Diana despertó con el estómago encogido, presa de una inquietud sin nombre. Afuera, el viento murmuraba entre los árboles. Dentro, las voces de su abuela y su padre tensaban el aire. No comprendía lo que decían, pero la urgencia en sus tonos era inconfundible.
Se deslizó fuera de la cama procurando no hacer ruido. Avanzó hasta la puerta, conteniendo la respiración. La tocó con suavidad, temerosa de que el chirrido habitual de las bisagras traicionara su intento de salir sin ser vista. Al abrirla, encontró los rostros expectantes de sus hermanos. Estaban allí, esperando, tan inquietos como ella, listos para descubrir lo que estaba sucediendo.
Los tres sabían que debían estar en la cama, pero un mal presentimiento asfixiaba el corazón de Diana. Algo estaba por romper el frágil equilibrio de sus vidas.
A pesar de las advertencias que resonaban en su mente, la curiosidad la impulsaba, y no pudo quedarse allí, inerte, esperando respuestas que no llegaban. Así que, en un silencio absoluto, los tres se deslizaron por el pasillo, conteniendo la respiración con tal fuerza que casi les dolía el pecho.
—¡Silencio, Jasper! —murmuró Chase a su hermano menor, frunciendo el ceño al escuchar el eco de sus pisadas en el pasillo.
Jasper resopló, cruzándose de brazos con molestia. —No es mi culpa, tengo pies pesados —se defendió en un susurro, tratando de distribuir mejor su peso para evitar hacer ruido.
Diana se giró con una mirada severa, fulminándolos con los ojos. —Los dos hacen demasiado ruido. Si nos descubren, vamos a estar castigados de por vida —les advirtió en voz baja.
El silencio se apoderó del estrecho corredor. Los tres hermanos contuvieron la respiración por un instante. Poco a poco, exhalaron despacio, tratando de calmar el latido acelerado de sus corazones.
—Vamos —susurró Diana, casi sin mover los labios.
Gran parte de sus vidas había transcurrido en mudanzas. Nunca estaban lo suficiente en un lugar como para echar raíces o construir amistades duraderas. Tras años de inestabilidad, por fin sentían que pertenecían a un hogar.
Las cosas cambiaron después de la muerte de su madre. El dolor y la confusión sumieron a su padre en un vacío, como si el suelo desapareciera bajo sus pies. Entonces, dejaron de viajar y se instalaron en Everwood, junto a su abuela Cyrene.
Aquel era un pueblo pequeño y pintoresco, donde el crecimiento se fusionaba con el respeto por la naturaleza y las tradiciones antiguas. Rodeado de bosques interminables, parecía detenido en el tiempo, con casas de piedra cubiertas de musgo y enredaderas, como si el tiempo allí nunca hubiera avanzado.
Desde que llegaron a casa de la abuela, los cambios de residencia cesaron. Fue un verdadero alivio. Finalmente, después de años de andar de un lugar a otro, Diana y sus hermanos comenzaban a sentir que tenían un hogar, que podían echar raíces. Sin embargo, su padre seguía viajando.
Los tres jóvenes caminaron silenciosos por el pasillo de la segunda planta hacia las escaleras. No convenía asomarse demasiado porque podían ser descubiertos. Solo debían acercarse lo necesario para poder escuchar la conversación de su padre y su abuela, y entender así lo que sucedía.
—No debes irte, Alexander —dijo la abuela con la voz tensa—. Ya han perdido demasiado.
Parecía que su padre iba de un lado a otro; escuchaban sus pasos firmes y su respiración agitada. Algo no andaba bien; parecía preocupado.
—¿Qué quieres que haga? —respondió su padre—. Madre, es mi deber, lo sabes. Ellos lo entenderán algún día. Ya son lo bastante mayores para saber qué significa llevar nuestro apellido.
Su abuela golpeó la mesa con la mano. —¡No sabes lo que dices!
—Yo era más joven que los gemelos cuando mi padre comenzó la instrucción, tú estabas ahí.
Entonces escucharon a su abuela sollozar. Nunca antes habían visto una señal de debilidad o fragilidad en ella. Cyrene Evander era la columna que mantenía de pie a toda la familia, una mujer firme, con gran autoridad. Una mujer que pasaría por el fuego sin llorar.
Alguien comenzó a tocar la puerta. Los tres hermanos saltaron asustados en su escondite, pensando que habían sido descubiertos. La calma les volvió muy rápido al escuchar los pasos de su padre dirigirse a la puerta, sin prestarle atención a nada más.
—¿Quién puede ser a esta hora? —susurró Jasper a sus hermanos—. Es muy tarde.
—¡Calla! —le advirtió Chase—. Harás que nos descubran.
Diana se giró, haciendo un gesto urgente para que se callaran. Lo último que necesitaban era ser castigados por husmear en conversaciones ajenas.
—Pasa, Theron —volvieron a escuchar a su padre—. Estaré listo en unos minutos.
Diana miró a su hermano Chase con ansiedad en el rostro.
—¿Quién es Theron? —murmuró Chase, mientras Diana negaba con la cabeza.
Muy dentro de ellos, los tres intuían que algo estaba a punto de cambiar para siempre.