“La batalla más difícil no es en contra de la oscuridad exterior, sino contra la que habita en nuestro propio corazón.”
― Gerard Evander
La mirada de Diana estaba perdida entre las gotas de lluvia que golpeaban la ventana con fuerza. El columpio del patio, oxidado y desajustado, se movía en vaivén, empujado por el viento, emitiendo un chirrido agudo y molesto que retumbaba en sus oídos. A pesar del ruido, ella no apartaba los ojos, como si estuviese hipnotizada.
Jugaba distraídamente con el pendiente de su oreja derecha: una pequeña piedra de obsidiana azul, oscura y brillante, colgando de una delicada cadena de plata. No tenía pareja. Nunca la tuvo. Y aunque muchos habían preguntado, Diana jamás dio una explicación. Ni siquiera a sus hermanos.
Aquel arete parecía un secreto silencioso que solo ella comprendía. Era una costumbre suya tocarlo cuando estaba nerviosa, pensativa... o rota por dentro.
Ahora lo hacía sin darse cuenta, mientras su mente se llenaba del rostro de su padre. Lo necesitaba. Necesitaba verlo, escucharlo, sentir la calma que su voz le daba. Pero más que eso, necesitaba respuestas. No de su abuela, sino de él. Solo él podía explicar por qué les ocultó durante tantos años la verdad
La Orden de los Cazadores de Leyendas.
Aún no podía pronunciar esas palabras sin que algo dentro de ella se estremeciera.
¿Por qué lo habían ocultado tanto tiempo? ¿Por qué fingir normalidad mientras su mundo se sostenía sobre secretos tan pesados? ¿Y por qué ahora, cuando más sola se sentía, su padre había decidido desaparecer?
El pendiente rozó su mejilla mientras lo giraba entre los dedos. Diana cerró los ojos. No era solo frustración. Era abandono.
Se giró y miró a Chase. Estaba sentado frente a la chimenea, encorvado ligeramente, absorto en el vaivén hipnótico de las llamas. Jugaba con su encendedor, girándolo entre los dedos con la destreza de alguien que lo conocía de memoria. Siempre lo llevaba consigo, como un amuleto. Era un regalo de su madre, uno de los pocos objetos que conservaba de ella.
Diana lo observó en silencio, y una sonrisa se dibujó, leve, en la comisura de sus labios. El fuego proyectaba reflejos cálidos sobre su rostro, resaltando los contornos firmes de su mandíbula y el brillo introspectivo en sus ojos. El cabello oscuro y revuelto de Chase parecía un caos perfecto, despeinado por naturaleza o por descuido, no importaba. Bajo aquella luz, se veía mayor, más apuesto de lo que solía parecer en medio del bullicio cotidiano.
Pero no era solo su aspecto lo que la conmovía, sino la quietud que proyectaba. Ese momento fugaz en el que, por un instante, Chase parecía olvidarse de los problemas y se perdía en la danza inútil del fuego y el metal. Como si necesitara esa chispa para sentirse cerca de su madre, como si con cada clic del encendedor pudiera traerla de vuelta, aunque fuera un segundo.
Diana bajó la mirada, conmovida. En él también habitaban heridas que ninguno sabía cómo nombrar. Y, sin embargo, ahí estaban: juntos. Rotos, sí… pero juntos.
En ese momento, Chase la miró, como si hubiese sentido que ella lo observaba. Sus ojos se encontraron por un instante silencioso y cómplice. Él le sonrió con esa calidez tranquila que siempre reservaba para ella, y palmeó el espacio libre a su lado en el sofá.
—Ven acá —murmuró con voz suave, casi como una invitación secreta al resguardo.
Diana se acercó y se dejó caer junto a él, acomodándose con naturalidad contra su costado. Chase extendió el brazo y la envolvió por los hombros, acercándola aún más, como si quisiera protegerla del mundo, o al menos de todo lo que los estaba desbordando.
Ella cerró los ojos por un momento y respiró hondo. Inhaló ese aroma tan suyo: una sutil nota de ceniza —el rastro inevitable del encendedor que siempre llevaba consigo—, un dejo terroso, casi salvaje, como si el viento de Everwood se le hubiera adherido a la piel... y, por debajo de todo, ese fondo cálido, un perfume leve, dulce, persistente. Uno de esos aromas que se quedan incluso cuando la persona ya no está.
—¿Me vas a decir lo que te pasa? —susurró Chase, mientras aspiraba con suavidad el aroma a lavanda del cabello de su hermana.
Diana giró el rostro para mirarlo, sus ojos se encontraron en un choque de filos azules y tormentas tempestuosas.
—No quiero hablar de eso —murmuró, con voz quebrada, bajando la vista apenas.
Chase sonrió con ternura, sin forzarla.
—Sabes que la abuela va a insistir más tarde… o mañana. Tal vez los dos.
Diana suspiró y apoyó la cabeza en su hombro, como si se rindiera por un momento al consuelo que sólo él podía darle.
—No quiero hacer esto —confesó, por fin, con un nudo en la garganta—. No quiero ser una cazadora de brujas. Hace unos días éramos solo nosotros… y ahora todo esto… éramos ordinarios.
Chase dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sillón, y rio con una suavidad que desarmó a Diana. Ella lo miró, absorta, como si esa risa fuera una hoguera en medio del frío.
—Diana… —dijo finalmente, mirándola de nuevo—. Tú nunca, jamás, fuiste ordinaria.
Ella puso los ojos en blanco y desvió la mirada hacia la esquina del salón. Allí, Jasper permanecía en aparente calma, con un libro abierto entre las manos, fingiendo que no prestaba atención. Pero Diana lo conocía demasiado bien. Sus dedos pasaban las páginas sin mirar realmente, y la tensión en sus hombros lo delataba.