“Del mismo vientre nacerán tres raíces, unidas por sangre, poder y destino. Si permanecen juntas, romperán el ciclo. Pero si se quiebran... el mundo arderá desde adentro.”
― Profecía de las brujas
Un viejo recuerdo empezó a tomar forma en su mente, un eco lejano de cuando tenía ocho años, cuando su familia vivía en una región apartada del norte de Europa y su madre aún estaba con ellos. Era un día lluvioso, el cielo gris cubría el paisaje como una sábana húmeda, y ella y sus hermanos, inquietos y llenos de energía, ansiaban salir a jugar.
—Esperen a que deje de llover —decía su madre con voz suave pero firme, esa clase de voz que parecía saber siempre lo que ellos necesitaban antes de que pudieran pedirlo.
Los tres se amontonaron frente a la ventana, observando las gotas resbalar por el cristal. Querían correr al parque del pueblo, subirse a los columpios oxidados, montar sus bicicletas y llevar a Jasper en la canasta, como siempre. El parque quedaba a pocos minutos, pero para ellos era un mundo entero por explorar.
Finalmente, la lluvia cesó. Y su madre, en un gesto generoso, los dejó salir. Diana recordaba haber colocado a Jasper en la canasta con delicadeza. El niño reía todo el camino, sus ojos verdes centelleaban de emoción y sus rizos dorados bailaban al ritmo de la brisa.
Cuando llegaron al parque, la emoción los envolvió. Chase y Diana saltaron de sus bicicletas y corrieron a los columpios, olvidando todo lo demás. Olvidando a Jasper. Siempre se habían sentido seguros, como si nada pudiera hacerles daño. Pero esa falsa seguridad se rompió en segundos.
—Diana, ¿dónde está Jasper? —preguntó Chase, saltando del columpio de un brinco.
Ella se quedó paralizada por un instante, como si su mente se negara a aceptar lo obvio. Luego, el pánico se apoderó de su pecho.
—¡Jasper! —gritó, corriendo por el parque, mirando en todas direcciones. Su voz se quebraba mientras la desesperación apretaba su garganta. —¡Jasper!
Buscaron por todas partes, llamaron su nombre una y otra vez, hasta que la garganta les ardió. El mundo se volvió angustia pura. Y entonces, cuando la desesperación ya casi los había derrotado, lo escucharon.
—¡Diana! ¡Chase!
Ambos giraron al mismo tiempo. A lo lejos, en el borde de la arboleda, distinguieron una silueta. Una mujer sostenía a un niño de la mano. La lluvia había regresado en forma de llovizna tenue, y la bruma comenzaba a espesarse entre los árboles. Pero la figura era inconfundible.
Una mujer alta, delgada, con el rostro cubierto por sombras y los ojos demasiado oscuros. Oscuros como carbones encendidos. Algo en su presencia no era natural.
Diana sintió un escalofrío subiéndole por la espalda. Apretó el brazo de Chase, lo colocó detrás de ella y avanzó con pasos decididos, aunque sus piernas temblaban.
—Él es mi hermanito, Jasper —dijo con firmeza—. Lo estábamos buscando.
La mujer ladeó la cabeza en un gesto antinatural. Sonrió con lentitud, una sonrisa torcida, que no alcanzaba a tocarle los ojos.
—Yo lo encontré —respondió, con voz áspera y melosa al mismo tiempo.
Diana tragó saliva. La presencia de esa mujer le revolvía el estómago, pero no podía retroceder. Debía ser valiente.
—Gracias, señora. Pero él es mi hermano. Me lo tengo que llevar a casa.
La mujer la observó con detenimiento, sus ojos parecían hurgarle el alma.
—Me gusta tu carácter. Firme. Valiente. Tu madre debe estar muy orgullosa de ti —dijo, y luego soltó una carcajada aguda que les heló la sangre.
Diana no esperó más. Tomó a Jasper del brazo con fuerza y echó a correr. Chase los siguió al instante. No miraron atrás. No podían.
—¡Diana, las bicicletas! —gritó Chase.
—¡Olvídalas! —respondió ella sin volverse—. ¡Corre!
Cuando llegaron a casa, estaban empapados, pálidos, temblando. Su madre los recibió con el rostro desencajado. Los abrazó con fuerza, como si intentara volver a unir las piezas rotas de su pequeño mundo.
Les costó hablar. Pero con el tiempo, entre sollozos, contaron todo: la mujer extraña, su sonrisa torcida, sus ojos oscuros, la risa que aún resonaba en sus oídos.
—¿Pasó algo más? —preguntó Selene con la mirada fija en Chase.
El niño dudó. Miró a su hermana, buscando apoyo. Luego, con voz queda, dijo:
—Tenía piernas de gallina.
El silencio se volvió denso. El rostro de su madre cambió de inmediato. El brillo de sus ojos desapareció, sustituido por una sombra dura, severa. Sin decir palabra, se giró y llamó a uno de los ayudantes de la casa.
—Que los niños no salgan. Cierren todas las ventanas. Y que nadie abra la puerta por ninguna razón.
Luego tomó su capa, salió sin mirar atrás y desapareció entre la niebla que bajaba del bosque como un manto de advertencia.
Esa noche, Chase y Jasper se quedaron dormidos frente a la chimenea, agotados por la confusión. Pero Diana permaneció despierta, sentada junto al fuego, abrazando sus rodillas, esperando a su madre.