“Dicen que su magia no duele. Que es suave, dulce, casi inofensiva. Dicen eso… los que aún no han amado bajo su hechizo.”
― Del grimorio de las brujas
Una mujer joven, quizás de unos treinta y tantos se asomó por la puerta, era rubia de ojos cafés, vestía unos vaqueros y una camiseta blanca. Era realmente guapa, pero su rostro, su mirada y todo su cuerpo mostraban desconfianza. No parecía querer abrir la puerta y menos invitarlos a pasar a su casa.
—Sybil, sabes tan bien como yo que no es una solicitud —dijo Cyrene con una sonrisa que no tocaba sus ojos—. Abre la puerta.
La mujer abrió la puerta de mala gana permitiéndoles pasar a una amplia sala de paredes completamente blancas. En las paredes colgaban una serie de cuadros en blanco y negro de bosques y cabañas. Los muebles eran sencillos de color blanco y marrón. Parecía una casa normal, no había en ella nada que les indicara que aquella mujer pudiese ser una bruja.
_ ¿Qué quieres vieja Evander? _ Demando la mujer haciendo mala cara. _ ¿Cómo me encontraste?
La abuela miro a su alrededor y sin mirar a la mujer comenzó a hablar dirigiéndose a sus nietos: _ Sybil Cabot es lo que en la actualidad llaman brujas del amor, brujas de la magia blanca, al menos eso es lo que dicen ellas para calmar sus conciencias.
Una chispa de molestia cruzó el rostro de Sybil mientras fruncía el ceño, incapaz de ocultar su incomodidad.
_ Ayudo a las personas, no le hago daño a nadie. _ se defendió la mujer de mal humor. _ No toda magia nace de la oscuridad. A veces, nace del deseo desesperado de que alguien se quede...
Cyrene alzó una ceja, sorprendida —o quizá indignada— por las tonterías que acababan de salir de la boca de aquella mujer.
—No seas absurda —espetó Cyrene, su voz cargada de una certeza casi implacable—. Esa idea de que existe una diferencia clara entre magia blanca y magia negra, especialmente en cuanto a la intención, es una ilusión.
Sus ojos se clavaron con intensidad, afilados como cuchillas, con una claridad que cortaba cualquier duda.
—Es falso —afirmó con firmeza—. La magia es magia. No importa el color que le pongas, ni las buenas intenciones. Toda magia nace del mismo lugar: de la arrogancia de creer que podemos manipular fuerzas que no nos pertenecen. Está prohibida porque apela a un poder que no es divino… porque nos desvía del orden natural.
Hizo una breve pausa, dejando que el peso de sus palabras cayera como plomo en el aire.
—No importa si tu intención es hacer el bien. Lo prohibido sigue siendo prohibido. Y tarde o temprano… se paga.
Sybil dio un paso hacia atrás mostrando incomodidad, miro a su alrededor buscando una salida de escape. _ Ya te lo dije, no he actuado mal. _ Su voz temblaba. _ Tus juicios no me duelen, vieja Evander. Lo que duele es que después de todo, aún crees que el castigo es la única forma de equilibrio.
—¿Estás segura? ¿De verdad crees que no has hecho nada mal? —refutó la abuela sin titubear—. Dime, ¿ayudaste a Dom Miller, sí o no?
Sybil abrió los ojos de golpe, asustada. Se abrazó a sí misma, buscando en vano algo de consuelo en su propio cuerpo. Sabía que no siempre había tomado las decisiones correctas; su pasado estaba plagado de errores que aún intentaba corregir.
—¡Cállese! —gritó de pronto, con la voz quebrada por la furia y el dolor—. ¡Usted no sabe nada! Sí, hice daño… ¡pero me quedé! Estuve allí. Acompañé a quienes sufrían. —Bajó la mirada, su voz se volvió un susurro cargado de culpa—. Sigo tratando… tratando de enmendar lo que rompí.
La abuela golpeo el piso de madera con el bastón y Sybil de inmediato salto hacia atrás atemorizada.
— Arrepentirse después de causar dolor no es redención, Sybil. Es comodidad moral —dijo la abuela, dando un paso hacia Sybil y golpeando el suelo con su bastón.
—Yo solo quise ayudarla… —murmuró Sybil, evitando su mirada.
—Tu magia no sanó a nadie. —La voz de Cyrene era firme, afilada como una daga—. Solo prolongaste la mentira en la que esas personas querían vivir.
La miraba sin pestañear, su juicio cayendo como una sentencia inevitable.
—La única diferencia entre tú y una bruja oscura… es que tú aún necesitas creer que no lo eres.
Sybil apretó los labios, incapaz de responder. Cada palabra de Cyrene era un latigazo que le arrancaba aire, orgullo y justificación.
Diana observó en silencio, una incomodidad creciente agitándole el pecho. Miró a Chase, buscando en sus ojos alguna certeza, pero encontró solo la misma confusión. La intensidad con la que su abuela acorralaba a aquella mujer le parecía excesiva, cruel incluso.
—¿De verdad es necesario? —susurró Diana, más para sí misma que para los demás.
El rostro de Cyrene no se inmutó, pero su tono se volvió más bajo, más helado.
—A veces la verdad necesita abrir heridas para evitar que se pudran. No es crueldad, Diana. Es limpieza.
Chase frunció el ceño, aún sin comprender del todo qué se jugaba allí, pero sintiendo, como su hermana, que las líneas entre el bien y el mal, entre lo justo y lo necesario… se volvían cada vez más borrosas.