Cazadores de Leyendas - Los Hijos de la Ruina

Capitulo 9

"Quienes intentan someter lo que no entienden no forjan su victoria, solo apresuran su caída."

―Gerard Evander

Chase jugueteaba con la daga entre los dedos, haciéndola girar con precisión casi instintiva. La hoja brillaba bajo el sol matinal, afilada y peligrosa. Sin pensarlo, deslizó el pulgar por el filo. Una gota de sangre brotó al instante y resbaló lentamente por el acero, dejando una delgada línea roja.

No reaccionó. Se quedó inmóvil, hipnotizado por aquella punzada y por la sensación que la acompañaba: fuego líquido corriendo por sus venas, encendiéndolo desde dentro. Esa sensación había empezado a intensificarse desde la noche en que su padre se había marchado. Y aunque lo perturbaba, también lo fascinaba.

Alzó la mirada y la posó sobre su hermana, que se encontraba unos pasos adelante. El viento jugaba con su cabello oscuro, agitándolo como una bandera. Pero ella no parecía notarlo. Su atención estaba completamente volcada en Jasper, acomodándole la bufanda con manos suaves y mirada protectora. La calidez entre ellos, esa forma en la que Diana siempre lo cuidaba, hacía que una parte de Chase se apaciguara… y otra se irritara.

—Dejen de perder el tiempo —interrumpió la voz cortante de Cyrene, firme como el golpe de un bastón en piedra—. Sigan lanzando esas dagas al blanco. Hasta que lo hagan con los ojos cerrados.

Chase no respondió de inmediato. Se limitó a observarla, la mandíbula tensa, los labios apretados. Había algo en el tono de su abuela que lo irritaba más con cada día que pasaba. Desde que habían comenzado el entrenamiento, Cyrene parecía volcar una exigencia desmedida sobre Diana, presionándola más que a nadie, como si buscara quebrarla para volverla más fuerte… o más sumisa.

Y eso, a Chase, lo encendía por dentro.

Volvió la vista al blanco de práctica y lanzó la daga con un movimiento limpio y certero. Se clavó justo en el centro, temblando aún por la fuerza del impacto.

—Qué precisión —murmuró entre dientes, apenas audible—. ¿Será suficiente para complacerla?

La sangre en su pulgar seguía brotando, lenta pero persistente. Chase la observó un instante más, antes de limpiarla con el dorso de la manga. No dijo nada. Pero dentro de él, algo se estaba gestando… y no sabía aún si era poder, rabia, o una advertencia de que algo en él estaba a punto de cambiar para siempre.

De pronto, el viento sopló con una fuerza inesperada. Chase sintió el cambio en los huesos, como un instinto que le recorrió la columna. Algo malo estaba a punto de suceder. Lo sabía.

Giró la cabeza hacia su abuela, esperando encontrar alerta o preparación en su rostro… pero no. Cyrene seguía de pie, inmóvil, con una serenidad perturbadora. Sonreía. No una sonrisa cálida ni irónica, sino una mueca extraña, tensa, como si hilos invisibles tiraran de las comisuras de su boca. Había algo antinatural en ella. Algo demasiado quieto.

Chase alzó la vista al cielo. Las nubes, antes dispersas y perezosas, se habían agrupado de pronto, negras como hollín, girando sobre ellos como un presagio. El aire se volvió espeso, cargado de electricidad, y entonces… lo sintió. Un crujido en el espacio. Una presencia.

—¡Diana! —gritó con todas sus fuerzas.

Pero ya era demasiado tarde.

Jasper voló por los aires como una marioneta sin cuerdas, golpeando el suelo con fuerza frente a Chase, aturdido, con la bufanda roja deshilachada como un hilo de sangre.

Y entonces, lo vio.

Diana flotaba, suspendida en el aire por garras invisibles. Una figura emergía entre las sombras de los árboles, como si el bosque mismo la vomitara: una mujer alta, de silueta delgada pero deforme en los bordes, como si su cuerpo no obedeciera del todo las leyes de la física. Su piel tenía el tono enfermizo de la ceniza vieja, agrietada como barro seco. Llevaba un vestido largo y oscuro que se movía como si tuviera vida propia, y su cabello —largo, enredado, cubierto de hojas secas y ramas— caía en un velo desordenado sobre su rostro.

Cuando alzó la cabeza, sus ojos brillaron como carbones encendidos, rojos, fijos en Diana como un depredador estudiando a su presa.

—¿Jasper, estás bien? —preguntó Chase, arrodillándose junto a su hermano y ayudándolo a incorporarse con urgencia.

Jasper se llevó la mano a la cabeza y luego miró sus dedos manchados de sangre.

—¿Estás herido? —se alarmó Chase al ver el carmesí brillando en la luz incierta.

—No es nada, solo un rasguño —respondió Jasper, sacudiendo la cabeza. Pero al levantar la vista y ver a Diana suspendida en el aire, su expresión cambió de inmediato—. ¡Diana!

Se giró en busca de ayuda, sus ojos desesperados buscaron a Cyrene. Pero su abuela permanecía inmóvil, de pie, con los labios levemente curvados en aquella mueca antinatural, observando la escena sin inmutarse. No había horror en su rostro. Ni urgencia. Solo una calma aterradora.

—¡Abuela, ayúdanos! —gritó Jasper—. ¡Diana…!

Su voz se apagó de pronto, como si una verdad le hubiese atravesado el pecho. Se giró lentamente hacia Chase.

—Ella no va a ayudarnos —murmuró Chase, su voz baja, firme, rota por una certeza amarga.

Diana se debatía en el aire, luchando por liberarse de las garras invisibles que la sujetaban. La bruja se acercó flotando, con movimientos sinuosos como los de un humo espeso. Extendió una garra larga y curva, deslizando su uña afilada por la mejilla de Diana, abriéndole una herida limpia. La sangre brotó en una línea escarlata.




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