"Servir a la Orden es entregarse sin condiciones. Obedecer es sobrevivir. Cuestionar es traición."
―Código de los Cazadores de Leyendas
Los días siguientes al incidente en el claro se deslizaron con una lentitud asfixiante, como si el tiempo dudara en avanzar. La casa se sumió en un silencio denso, solo roto por los crujidos de la madera antigua y el aullido lejano del viento. Cyrene se había recluido en la biblioteca, cerrando la puerta tras de sí como si también cerrara el paso a cualquier conversación, disculpa o explicación. No salió más que para asegurarse, sin palabras, de que sus nietos continuaban en la casa. Vigilaba sin hablar, sin reproches, pero con una tensión que lo decía todo.
Había algo roto entre ellos. Una grieta invisible, sutil pero profunda, que partía la confianza como el hielo bajo una pisada mal dada. Ya no era solo disciplina o distancia. Era desconfianza.
—¿Qué creen que estará haciendo? —preguntó Jasper, acostado boca arriba sobre la alfombra, lanzando una pequeña pelota al aire y atrapándola con una mano sin dejar de mirar el techo—. ¿Creen que está enojada?
Chase no respondió de inmediato. Estaba recostado en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo y la mirada perdida en las vigas del techo. Sus dedos acariciaban distraídamente el cabello de Diana, que permanecía tumbada a lo largo del sofá, con los ojos cerrados. No dormía. Solo evitaba el mundo por un rato.
A Chase, la idea de que su abuela estuviera molesta le provocaba una indiferencia glacial. Si Cyrene se sentía traicionada, dolida, o frustrada… que así fuera. Para él, ella había cruzado una línea de la que ya no había regreso. La línea entre la enseñanza dura y la traición encubierta. Había puesto en peligro a Diana. Había fallado como protectora. Y eso, Chase no lo perdonaría.
—Quizá está planeando cómo deshacerse de nosotros —murmuró Diana con voz baja, sin abrir los ojos—. Inventando una buena historia para darle la mala noticia a papá.
El silencio que siguió fue abrupto. Jasper atrapó la pelota, pero no la volvió a lanzar. Chase dejó de acariciar el cabello de su hermana. El nombre de su padre flotó como una sombra en medio del salón, más pesada que cualquier reproche.
—¿Ustedes creen… que papá estaría de acuerdo con todo esto? —preguntó Jasper finalmente, rompiendo el silencio con una voz tenue, pero cargada de duda—. Con los entrenamientos. Con la forma en que lo hace la abuela. ¿Así son todos los cazadores de leyendas?
Diana abrió los ojos al fin, pero no respondió. Chase bajó la mirada hacia su hermano menor. En su rostro no había respuestas, solo preguntas sin resolver. Porque la verdad era que ninguno de ellos sabía realmente qué opinaba su padre. Él se había marchado en medio de la noche, sin explicación, sin despedida. Y lo único que les había dejado era esta vida. Este destino.
—No lo sé —dijo Chase al fin, en voz baja, mirando al vacío—. Pero de algo estoy seguro… mamá no habría estado de acuerdo con esto.
Hubo un breve silencio. El tipo de silencio que se forma cuando una verdad incómoda se asienta entre tres corazones.
—Y si mamá no lo aprobaba… —dijo Diana con una convicción firme, serena, como si lo hubiera pensado muchas veces—, entonces papá no lo habría permitido. No así. No de esta forma.
Jasper asintió lentamente, como si esas palabras tuvieran más peso del que podían sostener.
La pelota cayó de su mano, rodando hasta quedar atrapada bajo el sofá. Ninguno hizo el intento de recogerla.
Entonces sonó el timbre. Un único y seco “ding” que pareció quebrar el silencio suspendido en la casa.
Los tres hermanos se incorporaron al instante. Escucharon los pasos firmes y acompasados de su abuela desplazándose por el pasillo de entrada. No cruzaron palabra, pero todos se acercaron con cautela a la puerta entreabierta del salon, desde donde tenían un ángulo parcial hacia el vestíbulo.
Cyrene abrió la puerta con esa misma calma que la envolvía siempre, como si ya supiera quién estaba allí. Dos hombres entraron. No dijeron nada al cruzar el umbral, y eso hizo que su presencia se sintiera aún más ominosa.
El primero vestía pantalones de vestir negros perfectamente planchados, una camisa del mismo tono impecable y un sombrero de ala ancha también negro, que proyectaba sombras sobre su rostro. Llevaba guantes de cuero, y sus pasos no hacían ruido, como si flotara sobre el suelo.
El segundo era una figura que no se olvidaba fácilmente: alto, fornido, con un abrigo largo de cuero negro que caía pesadamente hasta sus botas, el cuello del abrigo levantado hasta cubrirle la mitad del rostro. A cada paso que daba, el abrigo se agitaba ligeramente, como si tuviera voluntad propia. En su cinturón colgaba una daga con empuñadura de hueso.
Sin pronunciar palabra, ambos hombres siguieron a Cyrene en dirección a la biblioteca, sus siluetas deslizándose por el pasillo como sombras alargadas.
Cuando la puerta se cerró tras ellos con un leve clic, los tres hermanos intercambiaron una mirada cargada de silenciosas preguntas. Había algo diferente en el aire. Un cambio sutil pero irreversible.
Sin necesidad de ponerse de acuerdo, se deslizaron en puntillas por el pasillo. Con el corazón golpeándoles el pecho, se posicionaron a cada lado de la puerta de la biblioteca, pegando la oreja a la madera tallada. El eco amortiguado de voces graves y pausadas comenzaba a escucharse al otro lado, como si algo importante —y potencialmente peligroso— estuviera ocurriendo justo frente a ellos… y fuera a cambiarlo todo.