"Ninguna criatura debe ser cazada por odio”
―Gerard Evander
El hombre del sombrero negro se marchó varias horas después, justo cuando el sol comenzaba a ocultarse tras los árboles, tiñendo el cielo de ámbar. Solo entonces, como si esperara ese preciso instante, la abuela Cyrene volvió a aparecer.
Jasper la observó desde el sofá con una mezcla de inquietud y desconfianza. Su semblante era sereno, casi imperturbable, como siempre. Pero sus ojos —esos ojos grises como acero— tenían un brillo que no supo descifrar. No era furia. No era preocupación. Era... cálculo. Estaba tramando algo. Y Jasper lo sintió.
—Síganme —ordenó Cyrene, con voz firme, pero sin dureza—. Quiero hablar con ustedes.
Diana se incorporó con lentitud, intercambiando una mirada rápida con Chase. Él asintió apenas, conteniendo el impulso de mostrarse a la defensiva. Se pusieron de pie y caminaron detrás de su abuela, uno tras otro, como soldados marchando al juicio.
La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Dentro, las luces eran más tenues que de costumbre, como si el espacio supiera que algo solemne estaba a punto de suceder. Allí, de pie junto al gran ventanal, permanecía el hombre del abrigo largo, ese cuya presencia parecía más sombra que carne. A su lado, Barret y Rigel aguardaban con las manos a la espalda y rostros expectantes.
Cyrene se detuvo junto a la chimenea y los observó a los tres con detenimiento, uno por uno, antes de hablar:
—Quiero que conozcan formalmente a Griffin Amell —dijo, y señaló con la cabeza al hombre del abrigo.
Griffin dio un paso al frente.
Era alto, más que Chase, y su presencia llenaba la habitación. Llevaba un abrigo largo de cuero negro con un forro rojo oscuro apenas visible cuando caminaba. El cuello alto del abrigo le cubría la mitad inferior del rostro, pero no bastaba para ocultar su intensidad. Su piel era pálida y tersa, marcada por una cicatriz vertical que bajaba desde la sien hasta el pómulo, como si el tiempo le hubiera dejado una firma personal. Sus ojos eran dorados, casi felinos, y no parpadeaban con facilidad.
En su cinturón colgaban dos dagas cruzadas y un colgante de plata con el símbolo de la Orden: un circulo con tres espadas cruzadas. No parecía un hombre que hablara mucho, pero cuando lo hacía, su voz era grave y medida, como la de alguien que está acostumbrado a ser escuchado sin necesidad de levantarla.
—Soy el Tercer Guardián del Acuerdo de Sangre —dijo Griffin, su voz profunda rompiendo el silencio como una campana enterrada—. Es un placer conocerlos.
Griffin los miró con detenimiento, como si estuviera evaluando algo más allá de sus cuerpos. Como si pudiera ver sus pensamientos.
—Griffin es uno de los hombres más leales a la Orden —dijo Cyrene, con una entonación que mezclaba respeto con advertencia—. Está aquí porque ha recibido una misión. Una misión en Brumavale.
Los tres hermanos se tensaron.
—Y quiero que vayan con él —añadió, tajante. No era una sugerencia. Era una instrucción disfrazada de oportunidad.
Diana frunció el ceño y dio un paso hacia adelante. Se humedeció los labios antes de hablar, como si necesitara preparar la garganta para decir lo que sabía que no debía decir.
—¿Y si no queremos? —preguntó, con una mezcla de desafío y genuina curiosidad. No lo dijo con rabia, pero tampoco con sumisión.
Griffin esbozó una sonrisa lenta, cargada de autoridad mal disimulada.
—No se les está preguntando. Se les ha dado una orden.
Chase soltó una breve carcajada, seca y vacía de humor.
—¿Y de quién viene esa orden?
Cyrene dio un paso al frente, su bastón resonando con un golpe sordo sobre la alfombra.
—La orden es mía.
Por un instante, el aire pareció detenerse. Chase y Diana intercambiaron una mirada fugaz con Jasper, y este entendió de inmediato. Se incorporó, cruzó los brazos y habló con voz tranquila, pero filosa.
—Qué curioso… —comenzó Jasper, con ese tono suyo que rozaba el sarcasmo educado y el análisis riguroso—. Según los libros que tú misma nos diste, abuela, la Orden se rige por jerarquías estrictas. Y por lo que leí, la única persona con autoridad absoluta para dar órdenes a los herederos Evander… es Alexander Evander. Mi padre. Y no parece estar presente.
Un destello de furia cruzó los ojos grises de Cyrene. Apretó los labios, pero no retrocedió.
—Su padre me dejó a cargo de su instrucción, en su ausencia. Y mientras él no regrese, ustedes obedecerán mis órdenes.
Diana se incorporó, cruzándose de brazos con una expresión entre aburrida y harta.
—Claro que sí… —respondió con desgano, y un dejo de ironía—. Iremos a Brumavale, pero no porque tú lo digas. Sino porque queremos ver qué otra sorpresa nos tienes preparada.
Desde el fondo del salón, Rigel soltó una carcajada sincera, sin molestarse en ocultar la admiración.
—¡Maldita sea, son valientes!
Pero la mirada cortante de Griffin lo hizo callar al instante. Sin apartar la vista de los hermanos, el hombre de ojos dorados los escrutó con atención, como si de pronto fueran piezas más valiosas… o más peligrosas.