"La línea entre cazador y monstruo es delgada. El deber es lo único que nos mantiene de este lado."
El Código de los Cazadores de Leyendas
Diana recorrió la casa en silencio, con pasos suaves que apenas crujían sobre el viejo piso de madera. A pesar de los años de abandono, el lugar se conservaba sorprendentemente bien. Había una especie de quietud reverente en el aire, como si la casa aún recordara las voces y secretos de quienes alguna vez la habitaron.
Subió al segundo piso, sus dedos rozando el pasamanos cubierto de una delgada capa de polvo. Las paredes estaban decoradas con pinturas al óleo y fotografías antiguas, testigos mudos de una historia que ella apenas comenzaba a descubrir. El tiempo parecía haberse detenido allí, entre los marcos de madera tallada y los colores desvaídos por la luz y los años.
Se detuvo frente a una fotografía en particular. Era más grande que las demás, colocada en el centro de la pared como si tuviera un lugar de honor. Mostraba a un hombre alto y de complexión fuerte, con el cabello ligeramente largo y desordenado, como si el viento se lo hubiese peinado. A su lado, una mujer de gran belleza lo miraba con una sonrisa serena. Su rostro irradiaba calma, sabiduría y una dulzura que se sentía casi tangible. Tenía el cabello largo y oscuro, similar al del hombre, y una capa amarilla ondeaba suavemente sobre sus hombros, como atrapada en el instante de una brisa pasada.
Diana sintió un nudo en la garganta sin saber por qué. Había algo en esa imagen que la conmovía, como si una parte de ella reconociera a aquellas figuras sin haberlas visto jamás.
—¿Te llama la atención? —preguntó una voz detrás de ella.
Diana se giró. Era Griffin, que se había acercado sin hacer ruido. Él también miraba la fotografía, pero con una expresión contenida, como quien contempla un recuerdo doloroso.
—¿Quiénes son? —preguntó ella, sin apartar la vista de la imagen.
Griffin tardó en responder.
—Gerard Evander… y Tegan Evander —dijo al fin, con voz baja—. Tus ancestros.
El corazón de Diana dio un vuelco. La capa amarilla. La serenidad en los ojos de la mujer. La fuerza tranquila del hombre.
—Fueron leyendas —añadió Griffin tras una pausa—. Los hermanos que lo iniciaron todo. ¿Sabías que ellos también eran gemelos? Igual que tú y Chase.
Diana parpadeó, procesando lentamente aquellas palabras. Volvió a mirar el retrato con otros ojos. De pronto, no era solo una imagen antigua colgada en una casa polvorienta. Era un espejo del pasado que hablaba directamente a su presente.
—Gemelos… —murmuró, casi sin aliento—. Ya veo.
Griffin la observó detenidamente. Había algo en ella… algo que le removía un recuerdo enterrado. El porte sereno, la mirada profunda, la tensión elegante de quien lleva el peso de algo que aún no comprende del todo.
Sí, Diana le recordaba a Selene. No solo por sus rasgos delicados o la forma en que mantenía la calma, sino por esa fuerza silenciosa, esa firmeza interior que solo se revelaba cuando la situación lo exigía.
—Eres muy parecida a tu madre —dijo al fin, con una sonrisa que se volvió más suave, más humana—. Ahora entiendo por qué tu abuela es tan dura contigo.
Diana frunció el ceño. Había en esa frase una capa subterránea que no supo descifrar de inmediato.
—¿A qué te refieres? —preguntó, con la voz baja pero firme.
Griffin desvió la mirada unos segundos, como si lo pensara. Sus ojos se posaron en el antiguo retrato colgado sobre la pared, donde Gerard y Tegan Evander aparecían de jóvenes, rodeados por un aura de leyenda y tragedia. Después volvió a mirarla, como si algo se hubiera decidido dentro de él.
—Tu abuela me mataría por contártelo —admitió, en tono seco, casi resignado—. Pero… creo que tú y tus hermanos ya han pasado demasiado tiempo viviendo en la sombra de una historia que no conocen.
Diana se tensó de inmediato. No por miedo, sino por el presentimiento de que algo importante estaba por revelarse. Algo que tal vez cambiaría la forma en que veía todo.
—Selene —comenzó Griffin, con voz grave— fue encontrada por Cyrene cuando era una niña. Estaba sola en un pueblo remoto del Valle de Sortos. Sus padres, según los registros de la Orden, habían muerto durante una purga contra las brujas… pero los detalles siempre fueron imprecisos. Cyrene la acogió. Le dio un hogar, sí. Pero también intento moldearla a su imagen, como hace con todo lo que no puede controlar.
Hizo una pausa. Diana apenas respiraba.
—Tu madre tenía un extraño tipo de magia —añadió, casi en un susurro—. Probablemente provenía de algún linaje del cual no sabíamos nada. Y eso, para Cyrene, era cautivante.
Diana sintió un escalofrío ascender por su espalda, pero no desvió la mirada. Sabía, en el fondo, que había crecido entre verdades a medias. Y por primera vez… alguien se atrevía a empujar la puerta que siempre se había mantenido cerrada.
—Se obsesionó con tu madre —continuó Griffin, con una voz más baja, casi dolida—. Pero no en el sentido que podrías imaginar. Fue… como si Cyrene viera en Selene una versión de sí misma.
Hizo una pausa, su mirada perdiéndose en algún punto entre la pared y el pasado.