"Ser Cazador es mirar al abismo y seguir adelante, aun cuando este te devuelva la mirada."
El código de los Cazadores de Leyendas
El viento sopló con fuerza, agitando los cabellos de Diana como si quisiera arrancarle los pensamientos que aún revoloteaban en su mente. Cerró los ojos por un instante y aspiró profundamente. La brisa traía consigo el aroma del bosque: tierra húmeda, hojas secas, un leve rastro de resina. Era reconfortante… pero no suficiente.
Aún sentía una presión extraña en el pecho, como un eco de algo que no terminaba de desvanecerse. Instintivamente, llevó la mano a su pecho, rozándolo con la punta de los dedos, como si buscara confirmar que seguía ahí. Esa visión… había sido tan vívida. Y los ojos de aquella mujer… No fue solo una imagen. Sintió que la miraba. Que la veía.
—Toma, te hará bien —dijo Rigel, extendiéndole un vaso de cartón humeante—. Es solo café, no muerde.
Diana lo miró con cierta sorpresa. A pesar de sus bromas constantes y su actitud de chico encantadoramente insoportable, había algo más en Rigel en ese momento. Algo más contenido. Más humano.
—Gracias —respondió, tomando el vaso. Disfrutó un momento del calor que se extendía por sus manos, como si la calidez le ayudara a mantener los pensamientos sombríos a raya, y luego dio un sorbo lento.
Rigel se dejó caer en silencio a su lado, en la vieja banca de madera frente al hospital. No hizo ninguna broma, no comentó sobre lo dramático de la situación, ni siquiera lanzó una mirada pícara. Diana lo observó de reojo. Era la primera vez que lo veía así: callado, con los ojos verdes más oscuros de lo habitual, como si una tormenta estuviera gestándose detrás de su mirada. El gesto de su rostro, tenso y absorto, se parecía más al de Griffin que al Rigel que ella conocía.
—¿Por qué Griffin parecía tan preocupado por lo que dije? —preguntó al fin, con voz baja.
Rigel mantuvo la vista al frente, sin girarse hacia ella.
—No está preocupado por lo que dijiste —respondió con una seriedad que desentonaba con su usual tono burlón—. Está preocupado por ti.
Diana frunció ligeramente el ceño, bajando la mirada al café entre sus manos.
—¿Por mí? ¿Por qué?
Rigel soltó una pequeña risa sin alegría, como si la pregunta le resultara imposible de responder sin complicaciones.
—Porque hay cosas que ni siquiera la Orden entiende del todo —dijo finalmente—. Y tú, Evander, acabas de convertirte en una de ellas.
En aquel momento, Rigel decidió no decir nada más. No quería preocupar a Diana innecesariamente, al menos no aún. Pero sabía exactamente lo que pasaba por la mente de su padre. Griffin no solo estaba preocupado… estaba alarmado. Porque aquella habilidad —la llamada memoria espejo— no era común entre los Cazadores de Leyendas. Era un don que, desde hacía generaciones, se había vinculado a las brujas… o a aquellos marcados por la magia.
Rigel desvió la mirada hacia Diana, que sostenía su vaso de cartón con ambas manos. Su expresión era tranquila, incluso serena, mientras sorbía el café. Pero Rigel sabía que esa calma era frágil, un velo delgado sobre un mar de preguntas sin respuesta.
Ella no tenía idea de lo que aquello implicaba.
Una parte de él quería advertirla, contarle lo que sabía… pero otra parte —la más racional— entendía que debía esperar. Que, si decía algo ahora, solo echaría leña al fuego de sus dudas, de su miedo.
Porque lo imposible acababa de ocurrir.
Diana Evander —descendiente directa de la rama principal del Árbol de Sangre de los Cazadores de Leyendas, una línea consagrada a combatir lo sobrenatural, no a portarlo— no debería tener esa habilidad. No debía. Ningún Cazador, por puro que fuese su linaje, jamás había manifestado algo así. Y sin embargo… ahí estaba.
—Se acabó el descanso —los sorprendió Barret, acercándose con pasos firmes y metódicos, como un reloj que nunca se atrasa—. Debemos irnos. Hay que prepararse… esta noche salimos de cacería.
Su voz no dejaba espacio para preguntas ni réplicas. Era una orden disfrazada de anuncio.
Rigel alzó la mirada desde la banca y entrecerró los ojos. Conocía a Barret desde hacía años, y si había algo en lo que era experto, era en leer entre líneas. Su amigo ocultaba más de lo que decía. Lo sentía en la rigidez de su postura, en el leve tic en la comisura de su boca. Estaba tenso. Demasiado.
Diana se levantó sin decir palabra. Aún con el café en la sangre y la cabeza cargada de pensamientos, caminó hacia un contenedor cercano para tirar el vaso. En cuanto ella se alejó, Rigel aprovechó el momento. Se levantó también, pero no para seguirla.
Se acercó a Barret con paso lento, manteniendo la voz baja.
—¿Qué está pasando realmente? —preguntó, directo, sin rodeos.
Barret apenas lo miró de reojo, pero fue suficiente para que Rigel viera lo que había detrás de su fachada imperturbable: preocupación. No miedo… pero sí algo parecido.
—No lo sé —dijo al fin, con un suspiro contenido—. Hay vacíos en esta historia que aún no entendemos… y tu padre nunca ha sido alguien que comparta más de lo necesario.