Cazadores de Leyendas - Los Hijos de la Ruina

Capitulo 18

“El peligro no avisa. No hay descanso absoluto para un cazador, solo momentos de tregua. Mantente listo, porque la muerte siempre acecha.”

―Código de los Cazadores de Leyendas

Apenas cruzaron el umbral, Griffin se volvió hacia los tres hermanos Evander. Su expresión, antes contenida, se tornó grave, inquebrantable, como si lo que estaba a punto de decir no admitiera réplica.

—Síganme —ordenó con voz firme.

Los condujo hasta el sótano, descendiendo por una escalera estrecha y de madera crujiente. El aire allí abajo era más frío, denso, y olía a metal, aceite y polvo. Al llegar al final, Griffin encendió una lámpara colgante que reveló una pared cubierta de armas. Espadas, cuchillos, arcos, hachas, lanzas, ballestas... Cada una parecía tener su propia historia. Algunas eran elegantes y otras brutales, pero todas estaban impecablemente conservadas, como si esperaran desde hacía generaciones a ser empuñadas.

—Muy bien —dijo Griffin, cruzando los brazos—. Escojan la que más les llame. Si vamos a enfrentarnos a una bruja, necesitarán algo más que coraje.

Los tres hermanos se miraron en silencio. No era solo elegir un arma. Era elegir una parte de sí mismos.

Jasper fue el primero en moverse. Sin dudar, caminó hacia una caja cuidadosamente cerrada y la abrió. Dentro, reposaba un juego de dagas de hoja curva, negras como obsidiana. Las tomó con una seguridad que sorprendió incluso a Griffin. Las sintió ligeras, pero letales. Como si lo hubieran estado esperando.

Chase fue el siguiente. Se acercó a una hilera de cuchillos largos, parecidos a los utilizados en combates cuerpo a cuerpo. También de hoja negra, los cuchillos parecían absorber la luz. Los examinó, probó el equilibrio y escogió dos, uno para cada mano. Los guardó en los cinturones de cuero que colgaban de un perchero cercano.

Diana observó la pared unos segundos más, sintiendo el peso de la elección. Finalmente, sus ojos se detuvieron en un hacha de doble hoja, de mango corto y equilibrio perfecto. Su filo era oscuro como las armas de sus hermanos, pero tenía un leve grabado en plata que recorría el centro de la hoja. La tomó con ambas manos y la sintió viva. Como si pulsara con su propia energía.

Griffin los observó en silencio. Durante un instante, no supo si sorprenderse por las elecciones de los hermanos Evander… o si, en el fondo, ya lo había anticipado. Porque había algo inevitable en aquella decisión, como si esas armas los hubieran estado esperando desde siempre.

—Esas armas… —dijo finalmente, su voz baja, casi reverente—. Pertenecen al herrero Verek.

Los tres hermanos alzaron la vista, atentos.

—Verek fue un maestro herrero del Valle de Sortos —continuó Griffin, paseando lentamente la mirada por las hojas negras que ahora descansaban en sus manos—. Su historia no está en los libros de la Orden, pero todos los Guardianes la conocemos. Hace más de un siglo, su familia entera fue aniquilada por una bruja extremadamente poderosa. Dicen que esa noche, el fuego de su hogar ardió durante tres días… y que el último grito de su hijo aún puede oírse entre las montañas si sabes escuchar.

Hizo una pausa breve, dejando que las palabras se asentaran.

—Tras eso, Verek se exilió en lo alto de las Montañas Negras. No volvió a hablar con nadie. No buscó venganza. No se unió a la guerra. Se encerró en su forja y trabajó durante doce años, día y noche, sin descanso. Canalizó todo su dolor, toda su furia contenida y su amor perdido en una sola obra: estas armas.

Chase miró sus cuchillos con renovada atención. Diana sostuvo el hacha como si ahora tuviera peso de memoria. Jasper, en silencio, acarició el filo de sus dagas con la yema de los dedos.

—Cuando Verek finalizó su trabajo, bajó de las montañas y entregó las armas a la Orden —prosiguió Griffin—. Pero lo hizo con una advertencia clara. Dijo que esas hojas solo debían ser blandidas por manos que supieran cuándo matar… y, sobre todo, cuándo no hacerlo.

Griffin los miró uno por uno, su mirada encendiéndose como si quisiera penetrar en sus pensamientos.

—Las últimas palabras de Verek antes de morir, muchos años después, fueron claras: “Estas armas no matarán por ambición ni por codicia. Serán blandidas por aquellos que romperán el ciclo… o lo repetirán.”

Durante unos segundos, nadie se atrevió a hablar. El aire del sótano, ya de por sí denso, parecía haberse cargado con el peso de un destino antiguo que acababa de posarse sobre sus hombros.

Griffin dejó escapar un suspiro largo, arrastrado por los años que llevaba cargando secretos de la Orden.

—Nunca antes fueron elegidas —dijo con voz grave, casi para sí mismo—. Ningún cazador de la Orden las ha reclamado en más de un siglo. Tal vez… tal vez Verek hablaba de ustedes tres.

Sus ojos se posaron entonces sobre Diana, con una expresión que se debatía entre la curiosidad y la necesidad.

—Diana —dijo con un tono más íntimo—, sobre lo que ocurrió en el hospital… ¿dijiste la verdad?

Diana frunció el ceño, como si la pregunta la incomodara más por su insistencia que por la duda que sugería. Enderezó el cuerpo, firme como una torre.

—Sí —respondió, sin titubeos—. Dije la verdad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.