El sol abrasaba la cubierta de la Aurora, una ciudad flotante anclada en el corazón del Pacífico, donde el horizonte se extendía como una promesa inalcanzable. Habían pasado seis meses desde la caída de la Estrella del Alba, un rumor que aún pesaba como una sombra en la comunidad de 300 almas que habitaban la plataforma. Nadie sabía exactamente qué había pasado, solo que los restos flotantes —maderas astilladas, redes rotas y algún cuerpo irreconocible— habían llegado hasta las plataformas vecinas, un recordatorio de que el océano, aunque refugio, no era invulnerable. Ahora, a tres meses de que la Gran Oscuridad regresara, la Aurora bullía con actividad. Los meses de luz eran un frenesí de trabajo: pescar, reparar, recolectar, todo para prepararse para los nueve meses en que los Umbríos acecharían desde las profundidades.
La plataforma era un mosaico de acero reciclado, contenedores soldados y velas remendadas que ondeaban bajo el sol implacable. Sus bordes estaban protegidos por redes reforzadas y focos ultravioletas apagados, listos para encenderse cuando el sol desapareciera. El aire olía a sal, pescado seco y el leve tufillo metálico de las soldaduras recientes. En la cubierta principal, los habitantes se movían con una urgencia silenciosa: mujeres trenzando cuerdas, hombres cargando barriles de agua desalinizada, niños corriendo entre las piernas de los adultos, ajenos al peso que cargaban sus mayores.
Cale, de 18 años, estaba encaramado en una de las barcas de pesca amarradas al borde de la plataforma, con una red en las manos y el rostro perlado de sudor. Su piel, curtida por el sol y el salitre, tenía un tono bronceado que contrastaba con sus ojos verdes, siempre fijos en algo más allá de lo inmediato. Era delgado, pero sus brazos mostraban la fuerza de quien había crecido manejando arpones y remos. Llevaba una camiseta raída y unos pantalones cortados por las rodillas, con un cuchillo de pesca atado a la cintura. A su lado, su mejor amigo, Milo, un chico de su misma edad, con el cabello negro desordenado y una sonrisa que nunca parecía desvanecerse, lanzaba una red al agua con un movimiento experto.
—Oye, Cale, si sigues mirando el horizonte como si fuera a hablarte, vas a dejar que los peces se escapen —dijo Milo, su voz cargada de un sarcasmo juguetón. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y le lanzó una mirada burlona.
Cale sonrió a medias, sin apartar los ojos del punto donde el cielo y el mar se fundían en una línea difusa. La red en sus manos estaba tensa, llena de peces que se retorcían bajo la superficie, pero su mente estaba en otra parte. Siempre lo estaba.
—No miro el horizonte, Milo. Miro lo que hay detrás —respondió, su tono suave pero con un dejo de anhelo que hizo que Milo pusiera los ojos en blanco.
—Claro, porque más allá de este montón de agua hay un paraíso lleno de comida y sin Umbríos, ¿verdad? —Milo tiró de su red, gruñendo cuando un pez particularmente grande intentó escapar—. Despierta, amigo. Esto es lo que tenemos: la Aurora, pescado asqueroso y tres meses para no morir de hambre antes de que esas cosas vuelvan.
Cale no respondió de inmediato. En cambio, se inclinó para asegurar la red, sus manos moviéndose con la precisión de quien había hecho esto mil veces. Pero su mente seguía vagando. Había crecido escuchando historias de los ocultos, los que resistían en tierra firme, escondidos en cuevas o ruinas. Su madre, Lira, la ingeniera jefe de la Aurora, siempre le decía que esas historias eran para tontos, que la tierra era un cementerio y el mar su única esperanza. Pero Cale no podía evitar preguntarse si había algo más, algo que valiera la pena buscar.
A pocos metros, otros pescadores trabajaban en sus propias barcas. Entre ellos estaba Joren, un hombre de unos 40 años con una barba trenzada y una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda. Joren era uno de los veteranos, alguien que había sobrevivido a los primeros años de los Umbríos y cuya voz resonaba con la autoridad de la experiencia. Estaba revisando un arpón, probando su punta contra una tabla de madera, cuando notó la mirada perdida de Cale.
—¡Cale, muchacho! —gritó Joren, su voz áspera cortando el murmullo de la cubierta—. Si vas a soñar despierto, al menos hazlo con la red fuera del agua. ¡Esos peces no se van a pescar solos!
Los otros pescadores rieron, y Cale sintió un calor subirle a las mejillas. Bajó la mirada, fingiendo ajustar la red, pero no pudo evitar una sonrisa. Joren siempre lo había tratado como a un hijo, aunque sus regaños eran tan frecuentes como sus consejos.
—Déjalo, Joren —intervino Milo, guiñando un ojo mientras arrastraba su red a la barca—. Cale está planeando su gran aventura. Ya sabes, navegar hasta la tierra, pelear con los Umbríos y salvarnos a todos.
Las risas se apagaron de golpe. El nombre de los Umbríos, incluso en broma, tenía el poder de enfriar el aire. Joren frunció el ceño y escupió al agua, un gesto supersticioso que muchos en la Aurora compartían.
—No hagas chistes con esas cosas, Milo —dijo Joren, su voz baja pero cargada de advertencia—. La Estrella del Alba pensó que estaba a salvo, y mira lo que pasó. Se dice que esas criaturas nadaron hasta ellos. Nadaron, ¿te imaginas?
Cale levantó la vista, sus manos deteniéndose en la red. La Estrella del Alba era un tema que pocos tocaban en voz alta. Los rumores decían que los Umbríos habían aprendido a moverse por el agua, algo impensable años atrás. La idea de que las criaturas pudieran alcanzar las plataformas, su último bastión, era un miedo que nadie quería enfrentar.
—¿Es verdad eso? —preguntó Cale, incapaz de contenerse—. ¿Que nadaron?
Joren lo miró, sus ojos entrecerrados evaluando al joven. Finalmente, suspiró y se pasó una mano por la barba.
—No lo sé, muchacho. Nadie lo sabe con certeza. Pero los restos que encontramos no mienten. Algo destrozó esa plataforma, y no fue una tormenta. —Hizo una pausa, su mirada endureciéndose—. Por eso trabajamos ahora, para que cuando venga la oscuridad, estemos listos.