A un mes de la Gran Oscuridad, la Aurora vivía en un estado de tensión febril, como un animal que siente la tormenta antes de que llegue. El sol, aún brillante pero cada vez más bajo en el horizonte, proyectaba sombras alargadas sobre la plataforma, un presagio de los nueve meses de noche que se avecinaban. Mientras los habitantes reforzaban compuertas, revisaban luces ultravioletas y almacenaban provisiones, en la tierra firme, a cientos de kilómetros de la seguridad del océano, los ocultos resistían en un mundo que la mayoría de los habitantes de la Aurora consideraban perdido. Estas comunidades, dispersas en cuevas, ruinas y bunkers subterráneos, eran más que meros supervivientes: eran tribus, unidas por rituales, lealtades y una voluntad feroz de reclamar la tierra que los Umbríos les habían arrebatado.
En las entrañas de una mina abandonada, en lo que alguna vez fue el suroeste de un continente olvidado, la comunidad de Luz de Ceniza había hecho su hogar. La mina, un laberinto de túneles excavados en roca negra, estaba iluminada por lámparas improvisadas alimentadas por generadores de manivela y cristales fosforescentes recolectados de cuevas profundas. Las paredes, húmedas y frías, estaban grabadas con símbolos tallados por generaciones: círculos entrelazados, líneas que evocaban el sol, marcas que contaban historias de resistencia. El aire olía a tierra húmeda, metal oxidado y el leve dulzor de las raíces que cultivaban en cámaras subterráneas.
La Luz de Ceniza albergaba a 80 personas, una tribu pequeña pero resiliente, organizada como una familia extendida donde cada miembro tenía un rol. Los cazadores, armados con arpones y cuchillos forjados de chatarra, vigilaban las entradas durante los meses de luz y se aventuraban a recolectar recursos. Los cultivadores mantenían hongos y raíces en túneles húmedos, mientras los ingenieros, como en la Aurora, reparaban generadores y reforzaban las defensas. Pero lo que definía a los ocultos no era solo su organización, sino su identidad: cada comunidad tenía un jefe, un símbolo único, y un ritual que marcaba su pertenencia.
El jefe de Luz de Ceniza era Varn, un hombre de 42 años con el rostro curtido y una melena negra trenzada que caía sobre sus hombros. Sus ojos, de un gris pálido, parecían perforar la oscuridad, y su brazo derecho estaba cubierto de cicatrices de enfrentamientos con Umbríos. Varn no gobernaba por miedo, sino por respeto; había liderado la tribu a través de tres ciclos de oscuridad, y su palabra era ley. Como todos los miembros de Luz de Ceniza, llevaba el tatuaje de la comunidad: un círculo de cenizas entrelazadas, quemado en la piel de su antebrazo izquierdo a los 15 años, un símbolo de renacimiento y resistencia. El tatuaje, hecho con agujas de hueso y tinta de carbón mezclado con savia fosforescente, brillaba débilmente en la penumbra, un recordatorio constante de su juramento a la tribu.
Esa noche, mientras el sol aún brillaba en la superficie, la Luz de Ceniza celebraba el Rito de la Marca, el ritual que convertía a los jóvenes de 15 años en miembros plenos de la comunidad. En una cámara central, iluminada por lámparas que proyectaban sombras danzantes, la tribu se reunía alrededor de un altar de piedra. Sobre el altar descansaban herramientas rituales: agujas afiladas, cuencos de tinta, y un brasero donde ardían ramas secas, llenando el aire con un humo acre. Los tambores, hechos de cuero de rata gigante estirado sobre marcos de metal, resonaban con un ritmo lento y profundo, marcando el inicio de la ceremonia.
Tres jóvenes, dos chicos y una chica, estaban de pie frente al altar, sus rostros tensos pero decididos. Sus ropas, hechas de cuero curtido y tela reciclada, estaban limpias, un lujo reservado para el rito. La chica, Nia, de 15 años, con el cabello corto y oscuro y ojos que no se apartaban del brasero, apretaba los puños para ocultar el temblor de sus manos. Había crecido escuchando historias de los Umbríos, de cómo su madre había muerto defendiéndolos, y ahora, al borde de la adultez, estaba lista para tomar su lugar en la tribu.
Varn se acercó al altar, su figura imponente recortada contra la luz de las lámparas. Llevaba una capa hecha de pieles cosidas, adornada con fragmentos de cristal que reflejaban el brillo del fuego. En su mano sostenía una aguja ritual, su punta reluciendo con un filo que prometía dolor y orgullo. La tribu guardó silencio, los tambores deteniéndose abruptamente, y los ojos de todos se volvieron hacia los jóvenes.
—Nia, Torv, Kren —dijo Varn, su voz resonando en la cámara como un trueno lejano—. Hoy dejan atrás la infancia y se unen a la Luz de Ceniza como guerreros, cultivadores, guardianes. La marca que recibirán no es solo tinta en la piel; es un juramento. Juráis proteger esta tribu, resistir a los Umbríos, y llevar la luz de nuestra gente incluso en la oscuridad más profunda. ¿Aceptáis este destino?
Los tres jóvenes asintieron, sus voces uniéndose en un murmullo firme:
—Juramos.
Varn asintió, satisfecho, y señaló a Nia para que diera un paso adelante. Ella obedeció, extendiendo su antebrazo izquierdo con una mezcla de miedo y determinación. Una anciana, la tatuadora de la tribu, se acercó con un cuenco de tinta y una tela húmeda. Limpió la piel de Nia, murmurando una plegaria antigua que hablaba de cenizas que se convierten en fuego. Luego, Varn tomó la aguja y comenzó el ritual.
El primer pinchazo hizo que Nia apretara los dientes, pero no emitió sonido. La aguja perforaba su piel, trazando el círculo de cenizas con una precisión que venía de décadas de práctica. La tinta, mezclada con savia fosforescente, se hundía en la herida, dejando un rastro que brillaba débilmente. La tribu observaba en silencio, algunos tocando sus propios tatuajes en un gesto de solidaridad. El dolor era parte del rito, un recordatorio de que la supervivencia exigía sacrificio.
—Este círculo es nuestra fuerza —dijo Varn, su voz firme mientras trabajaba—. Las cenizas de los caídos se alzan en nosotros. Nunca olvidéis quiénes sois.