Kyrell.
Doce años antes del presente.
Acomodo sin prisa la chaqueta negra de mi traje frente al espejo. Observo mi aspecto cuando termino de arreglar los detalles y apenas reparo en que me he dejado crecer una barba de algunos días. También soy consciente de que bajo mis ojos se acentúan unas ojeras violáceas y éstos lucen aún más cansados que ayer. Mi aspecto es casi deplorable y no me siento yo mismo.
De hecho, cada rincón de mi casa se percibe igualmente vacía y sin vida. Todo parece haberse detenido o colapsado, cuando en realidad no tendría que ser así. Cientos de personas me han mostrado sus condolencias y han intentado empatizar con mi situación. Sin embargo, eso no ha podido evitar mi dolor ni la tristeza que siento cada vez que debo enfrentarme a cosas más desagradables.
Debería estar listo ahora. Debería de respirar tranquilamente para poder tranquilizarme, pero no puedo hacer esto. No quiero hacerlo. No deseo salir a ver a nadie ni mucho menos ir a sepultarla.
Mi mirada se desvía hacia el portarretrato situado sobre la mesita de noche. Extiendo mis manos con la intención de alcanzarlo y volver a observar aquel recuerdo que está plasmado en una foto. No obstante, los pasos de alguien detrás de mí me abstienen a hacerlo.
— Señor. — la voz de Lyon, uno de mis escoltas, inunda la estancia y ocasiona que lo observe a través del espejo — Todo está listo.
Asiento con la cabeza y me dispongo a abandonar la habitación, aunque no lo quiera. Al salir, los pasillos están abarrotados de coronas de flores blancas. El aroma de las rosas me provoca náuseas, pero me obligo a ignorar eso hasta llegar a la puerta de entrada principal. Un grupo de mis hombres me acompañan en silencio a mis costados y se dispersan cuando abordo una de las camionetas.
Desde mi posición puedo ver el auto que lleva su ataúd y me es casi imposible no odiar todo esto. Odio el hecho de que mi esposa ahora esté muerta cuando hace unas semanas estaba perfectamente bien, odio la expresión de lástima con la que me reciben las personas a mi alrededor cada que piso un lugar diferente. Odio tener que pensar que ahora mis días serán sin ella mi lado.
El chofer pone en marcha el coche rumbo al cementerio y hago mi mayor esfuerzo por mantenerme inmutable. Debo tener el control de mí mismo, aunque internamente me sienta demacrado. Necesito estar firme para lo que pueda venir. Necesito estarlo por ella y por mi hijo.
A medida que nos acercamos más a la entrada del cementerio, las nubes parecen más oscuras en el cielo. Para cuando estoy descendiendo del auto, pequeñas gotas golpean mi cara y el frío se hace notar entre nosotros. Logan, otro de mis escoltas más cercanos, me extiende un paraguas que despliego con las emociones queriendo desbordarme por lo que estoy a punto de enfrentar.
Mis ojos se deslizan por el lugar que tengo adelante y logro ver algunas lápidas del mismo color de las nubes del cielo. Suelto un largo suspiro y me hago avanzar entre la gente vestida de negro y blanco. El cementerio está cubierto de arbustos y árboles frondosos que se alzan a los costados, mientras dejo atrás las tumbas de personas que alguna vez llegué a conocer o que nunca en mi vida vi. Parece un chiste cómo la vida natural puede crecer en una tierra acechada de muerte.
Escucho a personas llorando discretamente y a otras que simplemente me observan con nostalgia mientras paso cerca de ellas. Al detenerme, veo la profundidad en donde mi esposa va a ser llevada.
En medio de la lluvia, que poco a poco ha bajado su potencia, dejo salir todo lo que he estado conteniendo. La realidad me impacta como una bala en los más profundo de mi cuerpo. Por un momento me es imposible respirar, me es imposible seguir viendo cómo bajan ese ataúd, es imposible para mí ver cómo las personas lanzan flores blancas a lo profundo.
Decido agacharme temiendo que en cualquier momento pierda el equilibrio de mis piernas mientras terminan de colocar la tierra sobre ella. Dejo que varias personas se acerquen y me brinden su apoyo. Sin embargo, no los escucho claramente ni tampoco entiendo lo que dicen. Lo único en lo que puedo pensar es en la sonrisa de Alysa. Un vago recuerdo en mi memoria que no podré volver a repetir el resto de mi vida.
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Abro con todo el cuidado posible la puerta de su habitación. Al ingresar en ella me encuentro a Oriana, una de las empleadas de la casa, acomodando su pequeña ropa en su closet. Hice que amoblaran esta alcoba especialmente para él y, por lo que alcanzo a detallar, lo hicieron muy bien. Hay peluches en las repisas y las paredes están pulcramente pintadas de celeste. Pequeñas pegatinas de estrellas brillan en el cielo raso y su cuna está justo al lado del armario.
Oriana, al percatarse de mi presencia, suspende su tarea de acomodar las últimas prendas de ropa restantes.
— Se durmió un poco tarde, señor Frost. — anuncia, dirigiendo su mirada a la cuna — Aunque pasó indispuesto la mayor parte de la tarde.
— Me lo imaginé. — mascullo aclarándome la garganta — Gracias, Oriana. Te puedes retirar. Yo acomodo lo que hace falta.
Ella asiente levemente y se retira, cerrando la puerta a mis espaldas.
Mi atención recae en el pequeño niño que duerme plácidamente en una cuna de madera, aferrándose a una pequeña almohada. La nostalgia me invade cuando detallo su rostro, sus mejillas regordetas y un poco coloradas, sus finos labios y su pequeño cuerpo cubierto por un pijama blanco. Parece un angelito durmiendo ahí, tan tranquilo.