A quinientos años de la debacle global, no quedaban remanentes de la nube pardusca, y el cielo lucía tan azul como en los mejores tiempos. El caos ya pertenecía al pasado, y una nueva era de bonanza daba inicio: la creciente productividad permitía que las aldeas acumularan recursos y comerciaran con el excedente.
Entre esas aldeas se encontraba Pradera Sepia, cuyo nombre hacía referencia al color que las espigas de trigo otorgaban a los campos sembrados. Se trataba de uno de los asentamientos que integraban la Franja Habitable, aquella región donde se creía que convivían todos los seres humanos que quedaban en la Tierra.
Uno de los habitantes de Pradera Sepia era Ivo, un granjero de veintidós años, poseedor de buena salud y de un espíritu exageradamente curioso. Era un sujeto común y corriente, de estatura que rondaba el promedio de la época y de complexión para nada extraordinaria, aunque ostentaba una rusticidad acorde a una vida dedicada a la labranza. Tenía el pelo rubio, los ojos marrones y la piel tostada por el sol.
El afán de Ivo por la sabiduría era tal que fantaseaba con entender los eventos apocalípticos ocurridos cinco siglos atrás, conocidos en la actualidad como la Magna Hecatombe. Lamentablemente, nadie en Pradera Sepia podía ofrecer una explicación convincente a las inquietudes de aquel muchacho. La física y la química eran ciencias absolutamente ajenas a estos tiempos; al menos, en estos pagos.
Un día, el granjero se levantó decidido a emprender una aventura de descubrimiento. Armó el bolso, enfundó su machete y subió a la carreta que transportaba cereal hasta Mena Siderita, la aldea más cercana. Que Ivo no hubiera partido antes tenía una única razón: esperar hasta que su hermano menor creciera lo suficiente como para reemplazarlo en el campo.
—¿A qué vas a Mena Siderita? —preguntó el conductor de la carreta.
—Voy de paso —respondió Ivo—. En Mena Siderita compraré un boleto de diligencias hasta Villa Vendaval.
—¿Tienes familia allí?
—No. Tras bajar en Villa Vendaval, tomaré el desvío y continuaré con el viaje. Mi destino final es Gema Corindón.
—Pero eso queda al otro lado del desierto. Es una travesía peligrosa —opinó el conductor.
—¿Por qué es peligrosa? —El joven granjero frunció el entrecejo.
—Durante mi larga vida he recorrido mucho y he oído historias de todo tipo, pero jamás algo así… —El conductor agitó nervioso las riendas.
—Bueno, ¡hable! —exigió Ivo, con humor, pero impacientado por el misterio.
—Se rumorea que el desierto es patrullado por los Centinelas Andantes.
—¿Centinelas Andantes? ¿Y eso?
—Supuestamente, son vehículos monstruosos que secuestran a las personas —informó el conductor.
—¡No existe tal cosa! —dijo Ivo con una sonrisa irónica—. ¡Usted sólo quiere tomarme el pelo!
—Disculpa, no me hagas caso. Son habladurías de taberna.
El conductor llevaba la carreta a un ritmo excesivamente lento, de manera que las mulas de tiro no fueran demasiado exigidas. Pararon una sola vez, para refrescarse en un arroyo. De paso, ambos hombres aprovecharon para estirar las piernas. Ya de noche, llegaron a Mena Siderita.
Ivo agradeció al sujeto que lo había traído y luego se dirigió hacia la posada del centro. Una vez en el modesto edificio de descanso, el granjero pidió una habitación, la cual abonó en monedas de oro (habitual medio de pago en estos tiempos). Durante la transacción, entabló una conversación con el dueño del lugar.
—¿Podría hacerme el favor de despertarme en la mañana, cuando sirvan el desayuno? —Ivo bostezó exhausto.
—Por supuesto, joven. ¿Algo más?
—Sí… una consulta... ¿alguna vez ha oído de los Centinelas Andantes?
—No, para nada —respondió con la mayor sinceridad el dueño de la posada—. No tengo ni la menor idea de lo que me estás hablando, muchacho.
Ivo se retiró hacia su cuarto. Ya acostado y con la lucerna apagada, no pudo evitar darle vueltas al asunto de los vehículos monstruosos mencionados por el conductor de la carreta. Como sea, el agotamiento era tal que se quedó dormido en plenos pensamientos.
A la mañana siguiente, el granjero fue despertado para el desayuno, como lo había indicado. Se levantó y se sentó en una de las mesas libres del comedor, ubicado en la misma sala donde funcionaba la recepción. El dueño le sirvió un té con leche, bebida muy consumida debido a la disponibilidad de la materia prima. También le trajo pan con manteca y mermelada.
De repente, un niño se acercó a la mesa y manoteó el machete de Ivo. Era un pequeño de aspecto marginal, harapiento, cuyo tizne en el rostro contrastaba con el azul de sus ojos melancólicos.
—Niño, ¡devuélvemelo!
—Buena hoja. —El chico dejó la herramienta donde estaba.
—Y tú, ¿qué sabes de machetes? —preguntó Ivo.
—Esa hoja fue fabricada en la herrería en la que trabajo. —El chico se sentó a la mesa.
—¿Tú trabajas en una herrería? —Ivo sonrió con un marcado matiz burlón.
—Sí. Soy el encargado de avivar el fuego de los hornos con el fuelle. A veces, se me permite forjar el metal al rojo vivo.