Centinelas Andantes

Capítulo 2 - Derrumbe

Mientras el pueblo descansaba plácidamente, el viento aumentaba la intensidad de su silbido, y una tormenta de gran magnitud daba inicio. De repente, un pino se quebró e impactó contra la cabaña de los viajeros. El ruido despertó a Ivo. Desorientado y somnoliento, se bajó de la litera y abrió la puerta para inspeccionar, pero la oscuridad era absoluta. En ese ínterin, un relámpago iluminó el firmamento y reveló la dimensión de las nubes tormentosas. El granjero subestimó los hechos: pensó que se trataba de un suceso habitual, de la tempestad de cada noche. Por consiguiente, retornó a la cama.

No pudo volver a dormirse, y se quedó acostado con los ojos cerrados. A decir verdad, la situación lo tenía intranquilo. A los diez minutos de dar vueltas en el colchón, Ivo notó que un chiflón se colaba por la unión entre las paredes y el techo de la cabaña. Encendió la lucerna y constató que, en efecto, el techo se estaba levantando. El granjero abrió nuevamente la puerta, pero esta vez avanzó hacia afuera. Fue entonces cuando comprendió que la cosa no era para nada normal: escuchó, a lo lejos, gritos de auxilio.

Ivo llamó al niño. Lo primero que hizo Bruno al despertar fue comprobar que el gato se encontrara bien. Luego, salió de la cabaña y trabó la puerta. Ambos amigos corrieron hacia los gritos, iluminados únicamente por la débil llama que ofrecía el aceite de oliva al arder. De más está decir que la noche no estaba estrellada.

Al cruzar la calle, casi fueron embestidos por una manada de caballos que disparaban asustados por los truenos. Ivo y Bruno debían ser muy precavidos al andar, puesto que no conocían el terreno y cabía la posibilidad de un accidente. Además, el suelo estaba cubierto de barro y, por ende, resbaladizo. Cuando se hallaron lo suficientemente cerca de los gritos, lograron vislumbrar, pese a la densa lluvia, una borrosa concentración de luces. Se trataba de un grupo de personas reunidas en la vereda de una propiedad.

—¿Qué sucede? —preguntó Ivo a la muchedumbre.

—Una familia quedó atrapada debajo de los escombros —respondió una señora, a la vez que señalaba hacia el oscuro terreno.

Ivo cruzó la cerca de la propiedad en cuestión y constató que la construcción se había derrumbado. Retornó a la vereda, miró a Bruno a los ojos y le dijo:

—¡Sígueme y alúmbrame!

—¡De acuerdo! —repuso el niño.

Anteriormente, había sido un edificio alto, de varios pisos, algo muy raro entre la modesta arquitectura de la época. Esto significaba que existía una gran cantidad de obstáculos entre el exterior y las víctimas. Para colmo, la familia se encontraba en el sótano.

Los amigos escalaron la resbaladiza pila de destrucción, en una noche lluviosa que no daba tregua. Ivo comenzó a retirar los escombros y a arrojarlos lejos, los cuales estaban constituidos, en su mayoría, por bloques de adobe y tirantes de madera. Aunque la situación ameritaba prisa, los muchachos efectuaban cada movimiento con mucha cautela, porque no querían caerse ni agravar el desmoronamiento. Las víctimas, desde lo profundo, los guiaban verbalmente en la búsqueda.

La muchedumbre, contagiada por la voluntad de los forasteros, se sumó al rescate. Algunos vecinos se agregaron a la tarea de alumbrado, y otros se animaron a retirar escombros. Ahora se trataba de un grupo grande de colaboradores, con todo lo bueno y lo malo que eso significaba. En consecuencia, si se pretendía llevar a cabo la misión de la manera más eficiente y segura posible, era imperioso que la organización, la concentración y la comunicación se mantuvieran altas como cuando sólo trabajaban Ivo y Bruno.

Ciertos bloques eran tan grandes y pesados que tuvieron que ser movidos entre varios individuos.

De pronto, desde el fondo de un pozo cavado en la tierra, se vio una mano que saludaba: era la extremidad de una mujer, quien se hallaba debajo de una mesa junto a su marido y sus dos hijas. Esta medida había sido intencionalmente adoptada por la familia para resguardarse de la tormenta. A decir verdad, la mesa les había salvado la vida.

—¿Se encuentran bien? —preguntó Ivo, a la vez que Bruno trataba de acercar la lámpara todo lo que podía.

—Sí. Bueno… más o menos —respondió la mujer—. Inhalamos algo de polvo, y mi pierna está rota.

—No se preocupen. Pronto estarán a salvo —aseguró Ivo mientras se escuchaba el llanto de la niña más pequeña.

Tan pronto como fue posible, el granjero descendió hacia donde estaban los atrapados. Bajó mediante una soga firmemente amarrada a uno de los árboles cercanos a la vivienda. Ya en el sótano, lo primero que hizo fue correr algunos restos y ganar espacio entre el desastre. Luego se acercó a la niña que lloraba, quien lógicamente no quería separarse de su mamá.

—Tranquila, hija. Ve con el muchacho —dijo la mujer.

—Tengo miedo, mami.

—Lo sé, pero piensa que esta gente vino a socorrernos.

Ivo ató la soga bajo las axilas de la niña y dio la señal para que, desde afuera, empezaran a jalar. La subieron con tirones suaves, para no dañar su frágil cuerpo y para evitar el desprendimiento de algún cascote. Una vez que la niña estuvo a salvo, repitieron el procedimiento con su hermana. El segundo ascenso tampoco presentó inconvenientes.

Todo iba de maravillas, pero ahora era el turno de la madre, la fase más delicada del rescate. La mujer tenía la tibia quebrada y a gatas soportaba el dolor; cualquier mal movimiento le significaría una tortura. Como sea, la señora se aseguró la soga y la empezaron a subir. Aunque existió un leve vaivén durante el trayecto, la pierna herida se mantuvo lejos de todo golpe, y la maniobra fue un éxito rotundo. No bien la mujer salió de la que casi había sido su tumba, pidió ver a sus hijas. Tan sólo faltaba su marido.




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