Pasaron tres días hasta que Filomena finalizó los preparativos. Le fue necesario comprar un bote, puesto que ningún pescador quiso arriesgarse a alquilarle el suyo. Dichos pescadores, conocedores de la furia marítima, creían que lo más probable era que los expedicionarios no sobrevivieran.
El bote adquirido era muy pequeño y liviano para la odisea ideada por Filomena. El fuerte oleaje podría volcarlo como si fuera un barquito de papel. Como dato esperanzador, era nuevo y, lógicamente, exhibía un excelente estado. Pese a sus reducidas dimensiones, ofrecía espacio y tolerancia para algo de carga extra. Dos tablas paralelas lo atravesaban de lado a lado, tablas que funcionaban como el asiento de los remeros. Sobre la popa existía un banco destinado a un tercer tripulante.
La pequeña barca estaba construida en madera. El fabricante garantizaba que era lo suficientemente resistente como para pescar en las cercanías de la costa, su propósito original, pero no se hacía responsable del desempeño que pudiera presentar mar adentro.
En fin, Ivo, Bruno y Filomena se prepararon para salir. Níspero se quedó en la cabaña, con agua, comida y arena.
Los aventureros no le dieron importancia a la influencia de la luna sobre la marea; no perdieron tiempo en aguardar la fase lunar más propicia para navegar. Tampoco esperaron que las condiciones climáticas fueran óptimas; es más, el mar estaba bastante picado. Eso sí, por una cuestión de visibilidad, eligieron salir de día, bien temprano.
Filomena arrimó su carruaje a la costa para facilitar la bajada del bote desde el remolque. Una vez bajado, ató los caballos al reparo de los árboles.
Los aventureros caminaron a lo largo de un muelle de piedra con el bote de tiro, el cual ya se desplazaba en contacto con el mar. Mientras Ivo transitaba dicha pasarela con la soga enroscada en la mano, tuvo una espontánea revelación, un tanto obvia: dentro de unos minutos, sus vidas dependerían del insignificante pedazo de madera que flotaba frente a sus ojos.
Los adultos abordaron la embarcación desde una escalera instalada en la punta del muelle. Bruno, en cambio, optó por una alternativa acorde a su edad: en un inconsciente acto de torpeza y niñez, saltó hacia el bote y lo hizo tambalear. Si bien en este punto las probabilidades de ahogamiento eran casi nulas, el hecho de empaparse tan pronto habría significado una picardía y, tal vez, la postergación del viaje.
Los varones se sentaron mirando hacia atrás (en relación al sentido de marcha) para remar de la forma más eficiente. Filomena se acomodó mirando hacia adelante para dar indicaciones desde el banco de popa. Aunque iban bien abrigados, sentían el frío de todas maneras, puesto que la humedad burlaba la protección de los ponchos.
—Un pescador me recomendó que no encaremos las olas con la proa, sino con la amura; es decir, en diagonal. —A medida que hablaba, Filomena realizaba ademanes ilustrativos.
—¿Por qué no vino él? —preguntó Bruno con cierto tono sarcástico.
—Porque ya está viejo; si no, lo habría hecho. Él me consiguió la corteza la última vez. Yo ni siquiera tuve que ir.
—Espera. ¿Nunca has ido a la isla? —Ivo demostró preocupación.
—No, no la conozco. El pescador se negó a llevarme por una cuestión de seguridad. —En ese momento, Filomena entendió que quizá hubiera debido revelar dicha información antes.
—¡Nos vamos a perder! ¡Vamos a naufragar hasta la muerte! —Bruno disparaba un berrinche con excesivo dramatismo.
Apenas hicieron unos metros, comprobaron el rigor del mar. Las elevadas y espumosas crestas, el ensordecedor estruendo de la rompiente y el bullicio masivo de las gaviotas formaban un cóctel estresante.
Aunque Ivo y Bruno realmente se esmeraban al remar, no lograban avanzar de una manera armónica. Dicho fracaso no se debía a una falta de fuerza, sino a una técnica deficiente. Comprendían la teoría; entendían el movimiento circular y la palanca sobre el agua, pero carecían de práctica. La desincronización provocaba que los remos de uno chocaran contra los remos del otro.
De a poco fueron agarrándole la mano: ajustaron la cadencia de las paladas y consiguieron navegar de una forma aceptable. Eso sí, el hecho de que avanzaran armoniosamente no garantizaba el éxito, ya que también estaba la cuestión de la orientación. El miedo de quedar a la deriva existía, por más que la isla tuviera las dimensiones suficientes como para que resultara prácticamente imposible no hallarla. Tan sólo debían seguir determinada dirección y darían con ella. Para eso, dependían de la pericia de Filomena con la brújula.
Como sea, a buen ritmo se alejaron de la costa. En un abrir y cerrar de ojos, ya habían cruzado el límite que los pescadores no se animaban a cruzar. A partir de aquí, la cuestión se tornó seria. Ivo, Bruno y Filomena se encontraban navegando a una profundidad donde las olas no rozaban con el suelo marino y, por lo tanto, no perdían velocidad. Es así que el agua acarreaba una enorme energía y representaba un verdadero peligro.
La embarcación capitaneada por la médica empezó a dar bruscos pantocazos: la parte frontal del casco se abalanzó sobre el lomo ondulado del mar, despegó varios centímetros y castigó contra el agua con violencia. Esta secuencia se repitió reiteradas veces. Para contrarrestar dicho efecto, Filomena se cruzó entre medio de los remeros y se sentó en la proa. Ya ubicada, se afianzó con la soga que habían utilizado para trasladar la barca a lo largo del muelle. Con esta arriesgada medida, el cuerpo de la mujer añadió peso al frente y atenuó los cabeceos del casco.