Centinelas Andantes

Capítulo 4 - Códice Asclepio

A la jornada siguiente, Ivo y Bruno cayeron en el hospital durante el turno de su amiga. Ella los estaba esperando. Resulta que el niño quería ver cómo se fabricaba el Salix. Pasaron al laboratorio.

Dicha sala estaba repleta de estanterías con gigantescos barriles de madera, los cuales contenían las pociones que curaban una amplia variedad de dolencias. Entre las pócimas se hallaba el Vulgare, un antioxidante elaborado a partir del orégano, cuyo uso se indicaba para mejorar la memoria. Aparte de la presentación líquida, algunas medicinas se encontraban como ungüentos; por ejemplo, la Salebrosa, un vasodilatador elaborado a partir de la menta. Dicha pomada era empleada en aliviar los síntomas nasales propios del resfrío y de la gripe.

Además, en el laboratorio se almacenaban los compuestos químicos utilizados para procesar las materias primas y convertirlas en fármacos. El inventario de compuestos comprendía acetona, alcohol, benceno, éter, natrón, ácidos, bicarbonato sódico, entre otros tantos.

Bruno, dominado por su característico impulso fisgón, agarró uno de los recipientes que contenían ácido sulfúrico.

—¡Cuidado con eso, niño! —advirtió Filomena—. Es una sustancia muy corrosiva.

—¿Qué significa corrosiva? —preguntó Bruno.

—Significa que, si te entrara en los ojos, podría dejarte ciego —respondió con seriedad la médica.

El niño se tornó pálido y devolvió el recipiente a su lugar.

—Descuida —dijo Filomena—. Tengo algo con lo que te puedes entretener. ¿Quieres ayudarme a fabricar el Salix?

—¡Por supuesto! —Bruno no podía disimular la emoción que le provocaba que se le permitiera colaborar.

Al lado de la mesa de trabajo del laboratorio había una enorme olla. Filomena calzó, con la ayuda de Ivo, una suerte de molinillo sobre la boca de la mencionada olla. La médica abrió la tolva del molinillo, la llenó de corteza y la volvió a cerrar. Luego, miró a Bruno y comentó:

—La máquina no funcionará por su cuenta.

El niño puso la manivela de la herramienta a girar, y las macizas cuchillas comenzaron a triturar la corteza.

Cuando la materia prima se encontrara adecuadamente picada, caería a través del tamiz del fondo del molinillo hacia la olla inferior. Para conseguir un aserrín lo suficientemente fino, era necesario trabajar bastante tiempo con la manivela.

—Por cierto, ¿qué hiciste con las ramas? —preguntó Ivo.

—Están en el patio —respondió Filomena—. El encargado del jardín las tiene sumergidas en un enraizante. Si quieres, puedes echar un vistazo y, de paso, dar un recorrido.

—¡Me encantaría!

Ivo salió al patio trasero del hospital. Descolgó una lucerna de la pared exterior, la encendió e inició el paseo. Allí existía un jardín con las especies que contenían los principios activos explotados por Filomena. Había una gran palmera conocida como areca, árbol del que se fabricaba la Sublimia, brebaje para combatir parásitos intestinales. También estaba el llamado árbol del carao, con el cual se elaboraba la Cassia, poción que curaba la anemia. En cuanto a las hierbas, el terreno estaba sembrado con un cardo denominado alcachofa, del que se fabricaba el Cirsium, poción efectiva contra el dolor de estómago y vómitos. También se hallaba el llamado ajenjo dulce, del cual se producía la Artemisia, brebaje indicado para tratar el paludismo (malaria).

El patio trasero del hospital, que no era visible desde la calle, tenía una superficie superior a una hectárea, la cual estaba cubierta casi en su totalidad por plantas medicinales. Mucha de la flora presente en el jardín no era autóctona de estas latitudes. Resulta que la civilización previa al cataclismo la había traído desde distintos puntos del planeta. Dicha flora no sólo se había adaptado perfectamente a la región, sino que también había sobrevivido a la nube pardusca.

Mientras Ivo recorría el jardín y Bruno picaba la corteza, Filomena se disponía a desarrollar su propia labor en la mesa de trabajo. Apoyó un misterioso libro, lo abrió y consultó la receta del Salix. Fue hasta las estanterías y trajo varios compuestos químicos, todos líquidos. Con una probeta graduada obtuvo el volumen requerido de cada sustancia. Las iba midiendo y las iba vertiendo en un recipiente más grande, todas juntas. Volvió a las estanterías y recogió un puñado de cristales conformados por un elemento con propiedades reactivas. Pesó los cristales en una balanza, apartó lo necesario y almacenó el sobrante. Por lo meticuloso del procedimiento, quedaba en evidencia que la cantidad de los compuestos químicos y la del elemento reactivo tenían que ser exactas.

La científica se puso a machacar los cristales en un almirez. Una vez pulverizados, volcó el contenido del almirez dentro del recipiente con los compuestos químicos. Lo hizo muy cuidadosamente, con el recipiente sobre la mesa. La mezcla experimentó una súbita reacción en forma de deflagración, cuya llama se extinguió a los pocos segundos y dio lugar a una breve humareda pestilente.

Al presenciar tal violento (pero controlado) fenómeno, Bruno se asustó y no tuvo mejor ocurrencia que comentar:

—¿Eres una bruja?

—¿Qué dices, niño? —Filomena se vio ofendida.

—Es que este caldero —Bruno señaló la olla—, los polvos mágicos y el libro sobre la mesa me hacen acordar a las historias de brujas que me contaban los herreros de mi pueblo.




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