Con los pormenores resueltos, Ivo, Bruno, Filomena y Níspero partieron hacia Río Templado. Viajaban en el carruaje de la médica. Se trataba, técnicamente, de una galera: un coche cubierto con capacidad para ocho personas, con cuatro ruedas y tirado por dos caballos. La configuración de esta clase de trasportes, con el conductor dentro de la caja, permitía que Filomena pudiera ir conversando con el resto.
Al abandonar Villa Vendaval, cruzaron los carteles que señalaban los destinos de los diferentes caminos.
—A todo esto, ¿qué hay en Febo Fulgente? —preguntó Ivo.
—Es la ciudad desde donde sale el dinero que usamos a diario —respondió la médica—. Casi todas las monedas y lingotes de oro que hay en la Franja Habitable fueron creados allí.
—Y… ¿cómo funciona el sistema?
—Es simple —dijo la mujer—. Ciertos comerciantes viajan hasta Febo Fulgente para venderle sus productos al banco, institución que les paga una cantidad de oro acordada entre ambas partes. Luego, esos comerciantes ponen el oro en circulación al comprar provisiones a otros comerciantes. De este modo, el dinero pasa de mano en mano hasta llegar a lugares tan lejanos como tu pueblo. Es más, tú mismo podrías ofrecerle tu cosecha al banco si necesitas dinero en efectivo; claro está que, por la distancia, no te sería rentable.
—¿Y el banco de dónde saca el oro? —Ivo estaba realmente intrigado.
—Del Cráter Áureo: un yacimiento con abundantes reservas del preciado metal.
—¡Vaya!, Febo Fulgente debe de ser una ciudad muy próspera. —El granjero trató de hacer una representación mental del lugar.
—En efecto —asintió Filomena—. La acuñación de oro le permite al asentamiento acopiar enormes cantidades de aceite, granos, pieles, especias, hierro, carburo, ganado, etcétera.
—¿Y por qué se usa dinero para comerciar? El trueque me parece un método mucho mejor —opinó Ivo—. Veo más lógico intercambiar de manera directa bienes equivalentes; por ejemplo: una vaca por seis ovejas.
—El trueque está bien, pero resulta poco práctico —replicó la médica—. Supongamos que quiero una vaca y ofrezco seis ovejas... ¿qué sucedería si al dueño de la vaca no le interesaran mis ovejas? Por otro lado, no conozco a nadie que rechace el oro.
—¿Y por qué se escogió el oro y no otro metal? —El granjero andaba verdaderamente preguntón.
—Porque el oro es el más valorado, y no por un simple capricho, sino porque posee una característica que lo hace único entre todos los metales disponibles: es químicamente inerte; es decir, no se deteriora en contacto con el agua ni con el aire ni con la mayoría de los agentes corrosivos. Esta propiedad hace al oro irremplazable en determinadas aplicaciones. En mi caso, para mi profesión, requiero cierto instrumental que debe estar libre de óxido, por lo que suelo fundir monedas de oro para confeccionarlo.
Cabe aclarar que, si bien el dorado y brilloso elemento seguía siendo apreciado en la actualidad, no era tan valioso como en tiempos previos a la Magna Hecatombe. Dicha devaluación se debía a que, tras el descubrimiento del yacimiento Cráter Áureo y la sobreexplotación por parte de Febo Fulgente, el oro ya no era escaso.
Mientras los adultos conversaban, Bruno abrió uno de los paquetes de chocolate.
—¡Qué amargo! —exclamó apenas le dio un mordisco a una tableta.
—¡Niño!, ¡eso no se consume así! —Filomena quitó la vista del camino por unos segundos—. Tienes que prepararlo con leche caliente y agregarle algo de azúcar.
Bruno viajaba atrás del todo, junto al baúl en el que la científica llevaba la colección de sus medicinas más importantes. Como todo niño, tendía a aburrirse con facilidad; tanto es así que, cuando desistió de ingerir el chocolate puro, se puso a jugar con el gato. Con el felino sujetado, estiró los brazos para comparar, a modo de broma, el pelaje anaranjado con la cobriza cabellera de Filomena.
—¿De qué te ríes? —le preguntó la mujer a Ivo.
—De nada… me acordé de un chiste. —El hombre, claramente, mentía.
Cuando llegaron a Río Templado, Filomena condujo hacia la residencia de Penélope, su amiga. La galera fue recibida por el ladrido de los perros que custodiaban la propiedad. La dueña de casa salió para averiguar de qué se trataba semejante batifondo y reconoció de inmediato el coche de su amiga.
—¡Hermana del alma! —Penélope abrazó a Filomena apenas esta se bajó del carruaje.
—¡Cuánto hacía que no nos veíamos! —dijo la médica mientras palmeaba la espalda de su amiga.
—Eso nos pasa por nuestro incurable apego al trabajo.
—Es verdad —concordó Filomena—. Ellos son mis amigos: Ivo, Bruno, y el chiquitín se llama Níspero.
—Encantada, yo soy Penélope. Pasen a mi humilde morada. —La dueña de casa abrió el portón frontal para que los visitantes entraran el carruaje.
Todos juntos caminaron hacia el fondo de la propiedad. Bruno puso especial cuidado en cubrir al gato de la curiosidad de los perros. En el patio hallaron a Máximo, el hermano mellizo de Penélope. El joven estaba al lado de un armatoste de metal que no se parecía a nada que los invitados hubieran visto antes. Después de los saludos y de la debida presentación, Ivo preguntó: