Centinelas Andantes

Capítulo 7 - Piratas

Llegaron a la entrada del Bulevar de las Desgracias. Este tramo del terreno resultaba un escenario ideal para la delincuencia. La arboleda, casi pegada a ambos lados del camino, favorecía el rápido escape y esfumado de los malhechores ante la persecución de las autoridades.

La fuerza de seguridad encargada de combatir el crimen era conocida como las Carrozas Draconianas, nombre que hacía alusión a los carruajes que la componían. Se trataba de una agencia con destacamentos en la mayoría de los poblados de la Franja Habitable.

Las Carrozas Draconianas habían intentado desbaratar, en varias ocasiones, a la banda de piratas del Bulevar de las Desgracias, pero siempre habían obtenido resultados negativos. Los coches, potentes y voluminosos, tirados por cuatro caballos, fracasaban por una razón: si bien presentaban una inmunidad casi total ante los ataques con resorteras, eran incapaces de maniobrar entre los árboles. En cuanto a las persecuciones a pie, los agentes relataban que los malvivientes desaparecían entre la oscuridad como fantasmas, gracias a un excelente conocimiento del terreno y a la perfecta mimetización con el ambiente.

La oscuridad mencionada por los agentes de las Carrozas Draconianas se explicaba por la gran altura y densidad de la vegetación, que bloqueaba los rayos solares y reducía la visibilidad, fuera la hora que fuera.

El modus operandi de los bandidos constaba en cobrar una especie de peaje, muy costoso, a todo carruaje que buscara cruzar desde un extremo al otro. Claro está que dicho peaje no se justificaba por el mantenimiento del camino, sino que representaba pura extorsión. Ante la negativa del pago, los delincuentes disparaban sus resorteras hasta destrozar los coches e, incluso, herir a los viajeros. Para colmo, proseguían con el saqueo completo de las mercancías.

El Bulevar de las Desgracias era el segmento más angosto en toda la Franja Habitable, y no se podía esquivar. Debido a los casos de piratería, habían existido intentos de buscar pasajes alternativos, con desenlaces catastróficos: caravanas enteras habían perecido a causa de las anomalías radiactivas.

—Bruno, ¿sabes cómo llaman a los bandidos que asechan este camino? —preguntó Máximo.

—No, no lo sé.

—Los llaman… Fantasmas —pronunció el ingeniero con tono tenebroso y mirada penetrante.

—¡Basta!, ¡no seas chiquilín! —Penélope regañaba a su hermano.

El niño le sacó la lengua a Máximo en señal de burla.

El grupo avanzaba con cautela, porque sabía que en cualquier momento se toparía con una barrera, odioso obstáculo que impedía el paso a quien no pagara. Dicha barrera, peligrosamente resistente, era la razón por la cual los viajeros habituales no intentaban evitar a los piratas con una marcha a toda velocidad. En fin, bastante adentrada en el trayecto, la galera dio con un alambre que atravesaba el camino de lado a lado, de un eucalipto a otro.

—¡Alto ahí! —se escuchó desde la arboleda.

—¡No traemos dinero! ¡Venimos desde Río Templado! —respondió Máximo.

—Pues, si quieren pasar, tienen que pagar.

Máximo y Penélope espiaron por las rendijas laterales, que eran dos estrechas aberturas en los paneles de madera que reforzaban la galera. Los mellizos detectaron que un grupo de bandidos se acercaba lentamente desde ambos lados del carruaje. Tales malhechores estaban camuflados con ramas y tinturas elaboradas a base de la clorofila de las plantas circundantes.

Los caballos no podían ver hacia sus costados debido a las gríngolas: protectores añadidos por los ingenieros para cuidarles los ojos de los piedrazos. Pero, aunque no veían a los asaltantes durante su acercamiento, sí escuchaban el crujir de sus pasos. Ambos percherones empezaron a impacientarse; era como si lograran percibir la tensión del momento. En breve, iniciaron una seguidilla de resoplidos vaporosos, acompañados de bruscos cabezazos.

Los tripulantes de la galera se limitaron a esperar el instante idóneo para atacar. Aguardaban nerviosos, pero sin perder la concentración. Sabían que cualquier arrebato producido por la ansiedad malograría la operación.

—Espero que las bombas no se hayan movido con el tambaleo del viaje —susurró Máximo—. No me imaginaba que el camino estuviera tan dañado.

—¿Qué podría pasar si se movieron? —preguntó, también en voz baja, Ivo.

—Si se separaron del fondo, el empuje de los gases en el interior de los tubos sería deficiente, lo que podría ocasionar que las bombas no salgan eyectadas y que estallen dentro de los morteros.

—¿Qué tan probable es eso? —El granjero demostraba una lógica preocupación.

—Bueno, no lo sé —respondió el inventor—. Nos aseguramos de presionar las bombas hasta el tope de sus respectivas bases. Además, quedaron sujetadas al fondo mediante las mechas.

Cuando lo creyeron conveniente; es decir, cuando los Fantasmas se encontraban lo suficientemente cerca, los mellizos encendieron las cerillas. Luego se miraron, hicieron la cuenta regresiva y, finalmente, acercaron el fuego a las mechas. Las encendieron de atrás hacia adelante, cada hermano de su lado asignado, y las bombas empezaron a salir disparadas. Para fortuna de los viajeros, ninguna falló.

El desconcierto de los piratas era absoluto. Jamás habían experimentado un suceso así: los estruendos les provocaban atolondramiento, y el humo no hacía más que aumentar la desorientación. A causa del terror extremo, los Fantasmas enfilaron hacia las profundidades de la arboleda con la intención de escapar del tormento.




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