Al día siguiente, en la posada, el grupo debatía entre desviar el rumbo hacia Senda Floral o seguir por el camino más corto hacia su destino final.
—Serían unos cuantos kilómetros más de viaje en comparación al trayecto original —comentó Ivo mientras estudiaba el mapa.
—Nos representaría un contratiempo bastante engorroso, pero me parece que vale la pena —opinó Penélope—. Siento mucha curiosidad por esa misteriosa pieza de metal mencionada por Vanesa.
—Yo también —añadió Máximo.
—Y yo —agregó Bruno.
—Son tus caballos —le señaló Ivo a Filomena—. Tú decides si alargamos el trayecto.
—Todos aquí sabemos por qué es importante conocer esa famosa pieza metálica —contestó sugestivamente la médica.
—¿Entonces? —insistió Ivo.
—Iremos —remató Filomena.
El grupo se dispuso a retirar los refuerzos y el lanzador múltiple de la galera. Precisaron remendar los tajos abiertos en la capota, los cuales habían sido empleados en encender la pirotecnia y en observar el acercamiento de los piratas. Mientras cosían los remiendos, llegó al establo el dueño de la posada.
—Les hago una pregunta —dijo el mencionado hombre.
—Haga tranquilo —contestó Filomena.
—¿Qué tienen pensado hacer con estas cosas? —El dueño de la posada levantó del suelo una de las planchas de madera, una que estaba severamente marcada por los piedrazos de los piratas.
—Las tiraremos. Necesitamos alivianar el carruaje.
—¿Podría quedármelas?
—Claro —respondió la médica.
—¿Todo? ¿Esos tubos también? —El señor señaló el lanzador múltiple.
—Sí, todo es suyo desde ahora. —Filomena sonrió de manera simpática al ver el entusiasmado rostro de aquel hombre.
—¡Fabuloso! Estas piezas son parte de la historia reciente de Nobles Nogales. Se verán muy bien como adornos en la taberna.
La galera partió rumbo a Senda Floral. Eligieron salir a la noche para evitar el estrés de los caballos frente a una potencial avalancha multitudinaria.
Aunque llevaban el candil externo encendido, la visibilidad era muy pobre a causa de la niebla. Para colmo, era luna nueva. Filomena conducía con mucha precaución, a un ritmo más bien lento, para tener tiempo de reaccionar frente a algún imprevisto. Era muy común que animales salvajes se cruzaran en los caminos; siempre, pero de noche el peligro se incrementaba, lógicamente. Lo último que necesitaban era tener un accidente que prolongara todavía más el contratiempo del desvío.
Los candiles eran lámparas de gas acetileno. Dicho gas se generaba mediante la caída de controladas gotas de agua sobre piedras de carburo, las cuales se almacenaban en un compartimiento inferior. El carburo era un bien muy costoso, debido a la dificultad de su obtención. La civilización previa al cataclismo lo obtenía mediante el empleo de electricidad, tecnología no disponible en la actualidad. En consecuencia, ahora se optaba por quemar óxido de calcio y carbón dentro de los llamados altos hornos, los mismos artilugios que se utilizaban para producir hierro fundido.
Para obtener las preciadas piedras, era menester valerse de sofisticadas técnicas que permitían a los altos hornos alcanzar temperaturas que rondaban los dos mil quinientos grados centígrados. De esto se deduce que la energía invertida era exorbitante.
En fin, de un momento a otro y a una distancia no muy lejana, se oyó el agudo aullido de un majestuoso lobo, el cual fue respondido por otros de su propia manada. Se comunicaban para dar aviso de la presencia de posibles presas. Afortunadamente, la cuestión de los lobos fue anecdótica, y los feroces animales no representaron ningún peligro para el grupo.
La galera llegó a Senda Floral, de día. Después de consultar la dirección con un peatón, Filomena condujo hasta el edificio del ayuntamiento. Los viajeros se bajaron y golpearon la puerta. Un empleado les abrió, y no hizo falta que los forasteros se presentaran, puesto que el servidor los reconoció de inmediato. Resulta que el muchacho había formado parte del séquito acompañante de Vanesa en su viaje a Nobles Nogales.
Ivo, Bruno, Filomena, Penélope, Máximo y Níspero se adentraron en el edificio, y se dirigieron hacia la sala anterior al despacho de la alcaldesa. Casi no alcanzaron a sentarse, que Vanesa los hizo pasar; de ninguna manera los habría hecho esperar. Ahí nomás la mujer canceló toda tarea que tenía prevista para el resto de la jornada.
—¡No saben cuánto me alegra que decidieran venir! —dijo la alcaldesa.
—No pudimos resistirnos a ver la misteriosa pieza de metal —repuso Penélope.
—Acérquese. —Vanesa caminó hasta uno de los rincones del despacho—. Aquí está.
La mujer quitó de un tirón la manta que cubría la pieza y puso fin al misterio: era una rueda dentada. Apenas fue revelada, Máximo y Penélope se miraron en simultáneo con caras de preocupación.
—Y bien, ¿qué piensan? —preguntó la alcaldesa.
—Todo parece indicar que se trata de la rueda motriz de algún vehículo tecnológicamente avanzado. Conectaría desde aquí —Máximo señaló la clavija excéntrica— con una biela proveniente desde un pistón, el cual pondría la rueda a girar.