Centinelas Andantes

Capítulo 11 - El acróbata

Durante las jornadas siguientes, Esteban se encargó de administrar el tratamiento según las indicaciones de su colega. Por su parte, la médica visitó el hospital por las tardes y evaluó el progreso en la salud del niño.

A los cinco días de la primera toma de Artemisia, el pronóstico de Cirilo era muy prometedor. Había dejado de perder peso, gracias a que comía y el alimento lograba permanecer en su estómago. Aparentemente, ya no corría peligro en ningún aspecto:

—Su temperatura sigue siendo normal —dijo Esteban tras leer la marca de mercurio del termómetro.

—Los episodios febriles de la malaria se repiten en intervalos de cuarenta y ocho horas; setenta y dos, a lo sumo —informó Filomena—. A estas alturas, creo que la fiebre ya no regresará. Mucho menos, regresarán las convulsiones.

—¡Bravo! —celebró Esteban—. La Artemisia resultó ser todo un éxito.

Además de la mejora física de Cirilo, también existía un claro progreso anímico:

—¡Quiero volver a la calle a jugar! —manifestó el niño.

—Todavía es muy pronto —contestó la médica—. Debes completar el tratamiento o, de lo contrario, podría existir un rebrote de malaria con parásitos resistentes al fármaco. Tienes para cinco días más, los cuales pasarás aquí internado para un mejor control.

—Pero ya me siento bien. Ya no me duele la cabeza.

Para demostrar su buena condición, Cirilo tomó tres naranjas de arriba de la mesita de luz y empezó a hacer malabares. En medio de las destrezas de su hijo, Serena y Osvaldo conversaban por lo bajo en un rincón de la sala. Después de una evidente toma de decisiones, la matriarca emitió un comunicado:

—Ahora que conocemos el día del alta de mi pequeño, estamos en condiciones de ponerle fecha a la función de despedida del circo. Será el domingo veintiocho.

—Están invitados —agregó Osvaldo, a la vez que miraba a los médicos que atendían a su hijo—. Lógicamente, gratis.

—¡Estupendo! —repuso Filomena—. ¿Puedo llevar a mis amigos?

—A quienes quieras —respondió Osvaldo—. Tú también, Esteban, trae a tu propia compañía.

Todo salió según lo esperado, y el niño abandonó el hospital al cabo de un total de diez días de terapia. Dejó la institución cargado de vitalidad y buena salud.

En la noche del domingo veintiocho, Ivo, Bruno, Filomena, Penélope y Máximo caminaron de la posada al circo. En la vereda del predio se reunieron con Esteban y su novia, media hora antes de que la función diera comienzo.

El lugar desbordaba de movimiento y alegría. El playón intermedio entre la boletería y la carpa se encontraba repleto de artistas que daban la bienvenida al público. Los tragafuegos lanzaban llamaradas que capturaban la atención visual, mientras que un payaso invitaba a las masas a que ingresaran por la puerta principal. Dicho payaso caminaba sobre largos zancos y se hacía escuchar mediante un enorme embudo de chapa a modo de megáfono.

La gente comenzó a entrar en la carpa. Los invitados de privilegio tenían reservada la primera fila de asientos. Allí los esperaba Cirilo, quien les hizo señas apenas los vio. Aunque había recibido el alta, Cirilo no actuaría en la función, ya que, a su corta edad, estaba en un proceso de aprendizaje de las artes circenses y aún no había debutado en el escenario. En fin, se sentó junto a los invitados de privilegio; concretamente, entre Filomena y Esteban.

El gigantesco toldo donde transcurrían los espectáculos estaba iluminado por antorchas de una robustez considerable, estratégicamente ubicadas en pos de lograr el balance justo entre visibilidad, misterio y seguridad. Los organizadores eran conscientes de que un accidente relacionado con las antorchas podría convertir la carpa de lona y sus postes de madera en una ardiente trampa mortal.

De pronto, sonó una estridente fanfarria: una banda de trompetas anunciaba el inicio de la función. Seguido, dos halos luminosos enfocaron la parte superior de la carpa, donde se encontraba un equilibrista que desde las alturas presentaba su espectáculo.

El artista comenzó a caminar por un alambre tensado cuyos extremos quedaban amarrados a dos de los postes que soportaban la carpa. El trayecto a cruzar era bastante largo, lo suficiente como para que la ansiedad del público se disparara hasta niveles casi intolerables. En las primeras idas y vueltas, el muchacho se ayudó con la pesada y larga vara conocida como «pértiga», pero luego la abandonó para incrementar la dificultad de su rutina. El número comprendió los clásicos trucos de funambulismo, incluido el cruce con monociclo, un vehículo casi desconocido en aquella época.

Luego, llegó el turno del contorsionismo, a cargo de una mujer de contextura delgada y elasticidad excepcional, condiciones ideales para la disciplina. La muchacha desplegó un variado repertorio de ejercicios corporales cuya realización parecía imposible. El número se apoyó en el uso de un conjunto de elementos necesarios, entre los cuales se encontraban un pedestal y un aro. Mientras adoptaba sus enmarañadas posturas, la mujer manipulaba con pies y manos un amplio inventario de utilería.

En el acto final de contorsionismo, la chica llevó su flexibilidad al límite: introdujo el cuerpo entero dentro de una caja de reducidas dimensiones, la cual ella misma tapó desde el interior. Tras permanecer un momento estrujada entre los rígidos paneles de madera que conformaban la caja, la contorsionista salió por sus propios medios. La hazaña dejó boquiabiertos a los espectadores.




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