A la tarde siguiente, la dueña de la posada dejaba una ronda de deliciosos batidos de melón sobre la mesa de los aventureros.
—Se merecen este agasajo por su actuación en la Copa Cantalupo. La casa invita —dijo la señora.
—Pero… no ganamos —repuso Ivo, con algo de culpa por no considerarse digno de tal obsequio.
—El hecho de que se animaran a participar ya es motivo suficiente para celebrar.
—Es cierto, Ivo. Relájate —manifestó Filomena.
Bruno brindó con su batido y se puso a practicar algunas de las volteretas que figuraban en el manual que el Halcón Incógnito le había regalado. Por su parte, después de brindar, Máximo y Penélope se trasladaron a una mesa despejada para trabajar en su proyecto con mayor comodidad; allí se dispusieron a pasar en limpio los garabatos que habían bosquejado durante el torneo. Entre tanto, Ivo y Filomena simplemente conversaban:
—Es importante que descansemos profundamente esta noche. Nos espera un largo viaje hasta Manecillas —vociferó la médica mientras ojeaba el mapa.
—En cuanto a descansar, anoche me costó dormir a causa de los dolores corporales —contó el granjero—. Te diría que ahora siento incluso más dolor.
—A mí también me duele todo, y es normal, por la fatiga a la que sometimos las fibras musculares en la competencia. Es la falta de costumbre.
—¿Ninguna de tus pócimas nos aliviaría?
—Según la literatura médica, lo recomendable es dejar que la inflamación se reduzca con el tiempo —repuso Filomena.
Con la primera luz del día posterior, la galera abandonó Baya Grande. La conductora siguió de largo en dos asentamientos y entró en Manecillas, pueblo cuyo nombre estaba señalizado mediante un gran cartel ubicado en el acceso. Como era costumbre, los viajeros le preguntaron por la posada local a un ciudadano.
De camino a dicha casa de descanso, pasaron por la plaza principal. Allí dieron con el orgullo de la aldea: una inmensa torre con un esplendoroso reloj que se veía desde la calle. Como no podía ser de otra manera, los aventureros fueron vencidos por su curiosidad y se bajaron de la galera para echar un vistazo.
—Es imponente, ¿verdad? —dijo un señor que, junto al grupo, observaba desde la base de la torre.
—Sí que lo es —respondió Máximo.
—Mi nombre es Benicio. Soy el encargado del reloj.
El grupo se presentó.
—¿Cuál es específicamente su trabajo? —preguntó Máximo.
—Mi tarea principal es darle cuerda cada semana. También aceito las piezas y limpio el mecanismo en general.
—¡Menudo trabajo el suyo! —comentó el ingeniero de Río Templado.
—Para mí es todo un honor —acotó Benicio—. Piensa que este reloj es tomado como referencia para sincronizar todos los relojes de la Franja Habitable. Se podría decir que da la hora definitiva. ¿Quieren verlo por dentro?
—¡Por supuesto! —irrumpió Penélope.
Benicio y el grupo subieron por las escaleras e ingresaron a la caseta de la cima de la torre. Apenas se adentraron, los cinco extranjeros tornaron sus facciones de una manera que expresaba el mayor de los asombros.
—¿Qué es ese sonido? —preguntó Bruno.
—Es el tic-tac producido por el contacto entre los dientes de la rueda de escape y las paletas del áncora, dispositivos que conforman el mecanismo de escape —explicó Benicio.
—¿Mecanismo de escape? —Bruno gesticuló una desorientación total.
—A ver… —dijo el encargado mientras buscaba la forma de hacerse entender—. Cuando le doy cuerda al reloj, justamente, se enrolla la cuerda que cuelga por lo alto de la torre, cuya punta sujeta la pesa que mueve las agujas. Bueno, el mecanismo de escape es el responsable de evitar que la pesa caiga de golpe.
—Ahora sí he entendido. —El niño en verdad había comprendido.
—Supongo que el vaivén de esa varilla —Máximo señaló con la mano— hace que la cuerda se desenrolle exactamente de a un segundo por vez.
—Exacto —asintió Benicio—. Es el péndulo. Está conectado al áncora y cumple la función de oscilador.
—Nuestro padre, mío y de él, tiene un reloj en su fábrica de cerillas, y claramente carece de péndulo —contó Penélope—. Además, por sus reducidas dimensiones, es evidente que no contiene cuerda ni pesa alguna dentro.
—De seguro cuenta con un resorte motor como fuente de energía y con un volante regulador como oscilador —especuló Benicio.
—Nuestro padre jamás nos ha permitido desarmarlo —renegó la ingeniera—. Según sus palabras, él tampoco conoce el interior del aparato.
—Es que los relojes son máquinas muy sensibles. La manipulación puede desfasarlos, y eso obliga a que tengan que ser sincronizados con otro reloj; preferentemente, con este. Como imaginarán, resulta una tarea bastante tediosa, que hace entendible el recelo de su padre.
El grupo de forasteros siguió contemplando el genial artefacto. En un momento, Máximo vociferó:
—Todo aquí es fenomenal; tantos engranajes, tantas piezas móviles.