El grupo avanzaba a paso de tortuga, por no decir de caracol. Ivo y Máximo iban empujando la galera para aliviar un poco más el esfuerzo de los menoscabados percherones. El gato era el único ser vivo que abordaba el carruaje, cuyo peso era despreciable.
—¡Qué picardía resultó tener que dar semejante vuelta! —comentó Filomena, en relación a que, sin la existencia del foso, tan sólo habrían tenido que meterle derecho por el camino que ahora transitaban.
—Lo importante es que nos las arreglamos —repuso Ivo.
La corta duración de las noches en estas fechas le dio paso a un nuevo amanecer, y con el amanecer retornó el calor.
—Tengo mucha sed —pronunció a gatas Bruno, con la garganta completamente seca.
—Aguanta, compañero —arengó Penélope—. Ya pueden verse las colinas.
—Si quieres, sube al carruaje —le dijo Filomena.
—De ninguna manera —balbuceó el niño—. Me comportaré como un caballero.
Finalmente, los viajeros entraron en las fronteras de Malas Tierras. Por cierto, no fueron recibidos de una manera que pudiera considerarse amable. Unas ajetreadas campanadas anunciaron el acercamiento de la galera como si de una potencial amenaza se tratara. Seguido a las campanadas, se oyeron tres estruendos: eran disparos de mosquete, que picaban cerca.
—Menos mal que Malas Tierras figura como asentamiento amistoso en el mapa —ironizó Bruno, quien nunca perdía su sentido del humor.
—¡Vamos a morir! —se lamentó Ivo—. Después de tanto sacrificio, ¡vamos a morir!
—No —replicó Máximo—. Tiran a errar, a modo de advertencia.
El grupo se detuvo y puso las manos en alto, mientras tres guardianes se acercaban apuntando con sus mosquetes.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el líder de los guardianes, un hombre petiso y calvo.
—Venimos desde el otro lado de la cordillera, señor —contestó Ivo—. Somos pacíficos.
—¿Por dónde cruzaron el foso?
—Abrimos la valla que señala el límite de la Franja Habitable al sur —explicó el granjero—. Dicho sea de paso, la volvimos a cerrar.
—¿Y qué buscan aquí? —indagó el líder guardián mientras sus súbditos inspeccionaban el interior de la galera.
—Agua, alimentos y, si es posible, descanso, señor. Tenemos dinero —señaló el granjero.
Al cabo de una profunda requisa al carruaje, uno de los guardianes vociferó:
—No llevan armas; sólo un machete.
Como los forasteros no representaban peligro, y entre ellos había un niño extenuado, los locales bajaron sus mosquetes.
—Bueno, síganme —dijo el líder guardián—. Por cierto, mi nombre es Carlos. Ellos son Luciano y Fabricio.
—Yo soy Ivo. Ellos son Bruno, Filomena, Penélope, Máximo, y el gato de adentro se llama Níspero.
Los aventureros caminaron tras los guardianes a través de los cincuenta metros que separaban el punto de inspección de la entrada al pueblo. Apenas ingresaron a Malas Tierras por el portón frontal, aquel encastrado en las colinas, se toparon con la perforación de agua dulce: un pozo accesible para todos los habitantes. Tanto los aventureros como ambos caballos bebieron con desesperación el refrescante líquido, mientras decenas de curiosos lugareños los observaban.
—Esta es la única fuente de agua en Malas Tierras —informó Carlos—. Las familias se acercan a llenar sus cubetas para cocinar, beber y asearse. Aquí no hay mayores inconvenientes respecto al abastecimiento, ya que bajo tierra existe un gran acuífero, pero no todas las localidades del desierto son tan afortunadas.
—Conocemos la situación de Gema Corindón —comentó Ivo—. Sabemos que necesita del agua de Lago Abasto. También sabemos que los Centinelas Andantes asaltan a los viajeros que transportan esa agua desde el oasis.
—Exacto —dijo el líder guardián—. Justamente, es por la existencia de los Centinelas Andantes que el Ejército decidió que se cave el foso. Resulta que, en el último tiempo, se han visto unidades hostiles que merodean fuera de la ruta utilizada por los carros cisterna, y se teme una invasión inminente.
—En relación al foso, opino que debería prolongarse a lo largo de la valla que marca los límites de la Franja Habitable —manifestó el granjero—. De lo contrario, puede que a los Centinelas Andantes se les ocurra cruzar como nosotros cruzamos.
—La idea es rodearnos por completo por la profunda cuneta, pero la prioridad es terminar de bloquear el frente. Como sea, si quieren bañarse, deberán ayudarnos con las cubetas —dijo Carlos al ver que Luciano y Fabricio llegaban al pozo con dos pilas de baldes vacíos.
Salvo Filomena, que llevaba a los caballos de tiro, los demás llenaron con agua dos cubetas cada uno y las transportaron hacia la casa del líder guardián. Cabe aclarar que en Malas Tierras no existía posada.
Al llegar a la vivienda en cuestión, Filomena desenganchó la caja (de la galera) de los caballos. Luego, Luciano y Fabricio llevaron a los equinos a uno de los corrales del fondo del asentamiento, para que pudieran alimentarse y descansar a cielo abierto. Mientras tanto, Carlos se dedicaba a verter el contenido de los baldes dentro de la caldera.